El 12 de enero de 1991 dimitió Alfonso Guerra. Su posición había quedado muy debilitada por los escándalos de su hermano. El caso Juan Guerra mermó la credibilidad del vicepresidente del Gobierno y número dos del partido. Además, su relación con González se había deteriorado notablemente. A pesar de que conservó de carambola la mayoría absoluta en el Congreso, las elecciones de 1989 marcaron un punto de inflexión a partir del cual el PSOE se vio obligado a repensar su relato.
En la nueva fase de consolidación, paralela al desgaste sufrido por la acción de gobierno, los pragmáticos se impusieron sobre los ortodoxos. Se disfrazó de batalla programática entre renovadores y guerristas lo que fue una encarnizada lucha por el control del partido. El fuego cruzado comenzó formalmente en noviembre del año anterior, cuando en el 32º Congreso Federal se debatió el Programa 2000, elaborado por el propio Guerra, Txiqui Benegas, Francisco F. Marugán y José Félix Tezanos, entre otros.
El Ejecutivo había comenzado a bunkerizarse y alejarse del partido. «Se gobierna en Moncloa, no en Ferraz», desafió González respaldado por su núcleo duro: Solchaga, Solana y Almunia. Guerra reconoció más tarde que ese congreso supuso la fractura del partido. Cuatro días después de su dimisión como vicepresidente, Guerra ofreció una copa de despedida en Moncloa y se hizo fuerte en su despacho de vicesecretario en Ferraz. La crisis en la URSS le vino de perlas para suspender un compromiso en Moscú…
…Muchos años antes, en 1920, el socialista Fernando de los Ríos había viajado a la capital rusa y escribió Mi viaje a la Rusia soviética, donde mostró rechazo a la revolución. El socialismo debía ser reformista, democrático y liberal. Cuando en 1924 los laboristas llegaron al poder en el Reino Unido, él se puso manos a la obra, a articular El sentido humanista del socialismo, influido por el krausismo: si como sostienen los marxistas el curso del capitalismo está determinado históricamente, para qué la política. Era un momento delicado, en el que el PSOE tenía que adoptar una posición respecto de la dictadura de Primo de Rivera y, en consecuencia, de la Corona.
Las almas del socialismo siguieron chocando durante los años 30: el revolucionario Largo Caballero, el posibilista Prieto, el marxista conciliador Besteiro y el propio De los Ríos, alejado de las luchas intestinas. Las discusiones ideológicas y doctrinales pivotaban siempre sobre la organización. La integridad y supervivencia del partido nunca había peligrado. Hasta julio de 1937, en plena guerra. El Buró Político del PCE envió una carta a la Ejecutiva socialista. Proponía un plan de unificación de ambas formaciones en torno a un Partido único del Proletariado. Para los comunistas había una «inmensa necesidad de fusión inmediata». Traducido a términos actuales: las circunstancias de «emergencia social» obligan a la colaboración entre fuerzas de progreso. El secretario del partido, el sutil, manipulador, ambicioso e inteligente –así lo califica el historiador Burnett Bolloten– Ramón Lamoneda, se mostró esquivo pero no reacio. Prieto paró la maniobra. El ministro comunista Hernández le visitó en septiembre para proponerle un «estrecho acuerdo», según el cual el entonces ministro de Defensa debía aceptar «sugerencias, ideas y pareceres del Buró Político». Prieto le conminó a presentarlas en el Consejo de Ministros. Después de la guerra, el partido se partió traumáticamente en el exilio. Prieto –aliado de Rodolfo Llopis– rompió con Negrín, que fue expulsado junto con 14 diputados disidentes, entre ellos el propio Lamoneda.
…Volvemos a 1991. La división interna no sólo interfería en la respuesta política a la corrupción que asolaba el partido, sino que la amplificaba. El PSOE se convirtió en un nido de filtraciones y contraataques. Primero fue el caso Filesa, que se cobró la cabeza del responsable de finanzas, Guillermo Galeote. Posteriormente, EL MUNDO destapó el caso Ibercorp. Fue un torpedo en la línea de flotación de los renovadores: cayeron, en 1993, el gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, y el ministro Solchaga. Más tarde arreció el caso GAL. Nadie se fiaba de nadie. El 25 de abril de 1991, EL MUNDO tituló en su edición extra: «Explota el PSOE»; «Dos conversaciones telefónicas descubren la virulencia del conflicto». La Ser desveló una conversación telefónica de Benegas: «Aquí el problema no es Solchaga –el enano–, aquí el problema es el one», a quien se refería como «Dios».
Fue también una guerra de medios. Prisa publicó que quedaba demostrado que el PSOE estaba detrás de la operación de la ONCE con Berlusconi. En ese momento se producía el reparto de licencias para la emisión de canales privados de televisión. El interlocutor de Benegas acusó a Solchaga de no importarle caer derrotado en las autonómicas con tal de llevarse por delante a Ferraz. El aparato del partido acusó al Gobierno de poner a su servicio a Prisa y a la Guardia Civil.
El PSOE se impuso en las elecciones autonómicas y municipales de mayo, aunque mostró síntomas de deterioro. Perdió Sevilla, Valencia y no recuperó Madrid. En la comunidad, Leguina mantuvo el poder gracias a IU. Ibarra, Bono, Lerma y más tarde Chaves se afianzaron en sus territorios. Se estaba gestando el modelo de baronías. Al frente del grupo parlamentario estaba Martín Toval, reconocido guerrista. Serra, de quien los guerristas desconfiaban, apuntaba a la sucesión de González. Dos líderes territoriales menores, el murciano Carlos Collado y el asturiano Rodríguez-Vigil, se vieron envueltos en sendos casos de corrupción.
La lucha intestina fue una auténtica y frenética trituradora que constituyó el principio del fin de la hegemonía socialista. La Historia es cíclica. Aquella crisis se prolongó durante toda la década, con la pugna entre Almunia y Borrell por el liderazgo del partido. Se resolvió en 2000 con la elección de Zapatero, que sembró la semilla de la actual.