Editorial, LA VANGUARDIA, 26/11/11
Los hechos son contundentes. El PSOE ha sufrido, en las recientes elecciones generales, su peor derrota desde la reinstauración de la democracia, al quedar por debajo de los 125 escaños que obtuvo Joaquín Almunia el año 2000 e, incluso, de los 118 ganados en las elecciones preconstitucionales de 1977. Ante esta realidad incontestable, dos son las preguntas.
La primera gira en torno a las causas de esta enorme pérdida de confianza por buena parte de los votantes socialistas. Y su respuesta puede concretarse en dos motivos. En primer lugar, la gestión errática del presidente Rodríguez Zapatero, más atenta al cultivo preferente de la apariencia –mediante la práctica sistemática de maniobras de diversión en forma de iniciativas legislativas no prioritarias– que a abordar los grandes temas conflictivos, sistemáticamente eludidos por el temor a enfrentarse a los fuertes grupos de presión dotados con mecanismos de autodefensa. Y, en segundo término, el deficiente funcionamiento de las estructuras del partido, puesto de manifiesto en la pésima selección de muchos de sus dirigentes –que han mostrado una inanidad inexplicable– y en una grave falta de permeabilidad a las demandas e iniciativas emanadas de una sociedad en trance de cambio acelerado.
La segunda pregunta recae sobre el camino que seguir para recuperar la confianza perdida y se desglosa en dos aspectos: qué hacer y cómo hacerlo. Sobre qué hacer, los socialistas han de poner al día su programa desde la perspectiva que brindan cuatro grandes temas: la lucha contra el paro mediante el impulso al crecimiento económico; la revisión de las prestaciones del Estado de bienestar en aras de su sostenibilidad; la integración política de los sectores sociales excluidos o en trance de exclusión –desde inmigrantes a clases medias estragadas por la crisis–; y una propuesta para afrontar el perenne problema territorial de España, puesto otra vez de manifiesto por el mapa resultante de las últimas elecciones, en el que Catalunya y Euskadi confirman su singularidad. No es a base de subsidios y de una defensa cerrada de los intereses de algunos instalados como recuperarán los socialistas la confianza social desvanecida. Parece a veces que el PSOE se ha convertido en un partido antiguo, al que votan mayoritariamente la España subsidiada, los obreros sindicados y los intelectuales de izquierda. Lo que confirmaría la tesis de que la izquierda tradicional puede morir de éxito, por haber alcanzado sus objetivos históricos de conquista de derechos y de progreso social. Pero no es así: existen hoy injusticias graves, abusos flagrantes y situaciones inadmisibles que exigen a los socialistas una renovación profunda de su ideario. Y, en cuanto a la forma como ha de acometer esta reflexión, el PSOE debe evitar dos viejas querencias que oscurecen su mensaje y dificultan su arraigo: una pretendida superioridad moral autootorgada y una obsesiva pulsión por la descalificación de su principal adversario, al que convierte en enemigo.
Sólo si ponen al día su programa y superan estos rasgos negativos, además de encontrar un liderazgo fuerte, recuperará el PSOE la posición desde la que ha prestado al país señalados servicios, hasta el punto de convertirse en un partido necesario por asumir, de modo preferente, la defensa de los derechos e intereses de toda persona en sí misma considerada, más allá de cualquier religión, patria, condición y estado.
Editorial, LA VANGUARDIA, 26/11/11