Editorial-El Correo
El plan de paz presentado por Donald Trump a Benjamín Netanyahu busca terminar con una guerra que sacude la conciencia del mundo. Hacía tiempo que se esperaba una intervención del presidente de EE UU, el único capaz de contener a un aliado israelí cada vez más aislado. El borrador aún debe ser aceptado por actores ausentes de la negociación en la Casa Blanca, desde Hamás hasta países vecinos llamados a colaborar. Y el primer ministro hebreo, responsable de la masacre en Gaza, es conocido por su capacidad de adoptar compromisos que después evita poner en práctica. La iniciativa exige la liberación inmediata de los rehenes y el desarme de Hamás, prohíbe los desplazamientos forzados de los gazatíes y la anexión de Cisjordania. Contempla además un control indefinido de la Franja, desmilitarizada, por una autoridad internacional presidida por Trump, sin apenas presencia palestina y la polémica posibilidad de un papel relevante de Tony Blair. La solución de dos Estados que se reconozcan y convivan, que goza de amplio apoyo internacional, aparecería en un horizonte todavía muy lejano. Este paso adelante debe frenar la destrucción desatada por Tel Aviv como respuesta a los atentados terroristas del 7-O. Pero el principio de que nada está acordado hasta que todo está acordado se aplica aquí más que nunca.