Resulta muy elocuente que la propia artífice del acuerdo comercial rubricado este domingo con Donald Trump, Ursula von der Leyen, sólo haya podido aducir en su defensa que la alternativa habría sido mucho peor.
El acuerdo, por el que la Unión Europea asume un arancel general del 15% a partir del 1 de agosto para la mayoría de sus productos, tampoco ha sido tributario de loas por parte de los principales líderes europeos.
Las opiniones sobre la negociación han basculado desde el rechazo más frontal, como la de Francia (que ha hablado de un «día oscuro» en el que «una alianza de pueblos libres se resigna a la sumisión»), al respaldo «sin ningún entusiasmo» que ha asumido Pedro Sánchez en su comparecencia de este lunes.
Ni siquiera quienes se han mostrado más favorables al acuerdo, como Italia o Alemania, se han adherido a él con convicción, sino que lo han aceptado como un mal menor para evitar una escalada en la guerra comercial.
Y es cierto que, sin este arreglo, la UE se enfrentaba a la posibilidad de un 30% de aranceles, según había amenazado Trump en un primer momento.
En ese sentido, haber logrado eludir el peor escenario, en el que la UE se habría visto obligada a adoptar represalias que habrían roto las relaciones económicas con EEUU, puede considerarse positivo.
Y el acuerdo incluye otros aspectos favorables.
El principal, el compromiso de comprar gas licuado a EEUU, que permite reducir la dependencia europea del gas ruso. Como reduce la dependencia tecnológica de China la adquisición de chips de IA estadounidenses.
Además, haber alcanzado un convenio comercial con EEUU, en el contexto del imprevisible furor arancelario de Trump, aporta un elemento de estabilidad para los inversores.
Es cierto que el pacto dista mucho de la oferta original de Von der Leyen para reducir a cero de manera recíproca los aranceles a todos los productos industriales. Pero al menos se ha conseguido rebajar del actual 25% al 15% los aranceles a los coches, además de algunas exenciones puntuales.
No cabe duda de que el desfavorable acuerdo coloca a los productores europeos en una notable desventaja, elevando los costes de industrias importantes.
Porque, además de mermar el poder adquisitivo de los consumidores, los aranceles encarecerán los insumos de las industrias incorporadas a las cadenas de suministro global.
Aun así, algunos economistas consideran que el umbral del 15% es asumible para las empresas europeas. Porque los costes adicionales que tendrán que absorber seguirán quedando compensados por el mantenimiento del acceso al mercado más grande del mundo, y al de nuestro principal socio comercial.
Por eso, desde una cierta óptica, el acuerdo puede verse como una reválida de la cooperación euroatlántica, después del movimiento en este mismo sentido que supuso el acuerdo para elevar el gasto militar en la última cumbre de la OTAN.
Pero es natural que no pocos observadores y actores políticos europeos se estén planteando, como informa hoy EL ESPAÑOL, si una cooperación afirmada sobre una correlación de fuerzas tan asimétrica (que sólo incluye beneficios para EEUU) puede seguir mereciendo tal nombre. O entra más bien en el terreno del «vasallaje».
La propia puesta en escena del acuerdo, con una Von der Leyen de aspecto abatido, transmitió una imagen de claudicación que evocaba antes una capitulación ante un poder colonial que una conformidad entre socios.
Con independencia del juicio que merezca la relación con EEUU, un hecho es innegable: el manido discurso de la «autonomía estratégica europea», resucitado con la oportunidad que ofrecería el nuevo aislacionismo de EEUU, ha naufragado muy pronto.
La obligación contraída por la UE de aumentar en 750.000 millones de dólares en tres años las compras de energía a EEUU e incrementar la adquisición de armamento de fabricación norteamericana no sólo perpetúa sino que refuerza la dependencia energética, tecnológica y militar de Washington.
Y no sólo eso: el nuevo triunfo de la agresiva estrategia negociadora de Trump implica legitimar un nuevo modelo proteccionista en el que la fuerza imperial puede corregir los desequilibrios comerciales unilateralmente a su favor, y enriquecerse empobreciendo a sus socios.
Lo cual supone un menoscabo del multilateralismo económico, coherente con la erosión del orden geopolítico basado en reglas que también está desmantelando este nuevo paradigma de la ley del más fuerte. Olvidando que el libre comercio ha sido el principal vector de prosperidad en Occidente en las últimas décadas.