Juan Carlos Girauta-ABC

  • Almeida no es la némesis de Ayuso; Gallardón sí fue la de Aguirre. Aquella legendaria enemistad fue un conflicto total entre dos animales políticos que en algún momento barajaron liderar el PP nacional. Lo que hoy enfrenta a la presidenta con el alcalde es el modelo de partido para Madrid. Nada más. Y nada menos

Hubo un tiempo en que la derecha entera convivía bajo las mismas siglas. Más preciso sería decir que el PP atrajo a cuanto no era izquierda. Fue mérito de Aznar. Sin él al frente, dejó de reinar la armonía. Dos estilos, dos enfoques o, en la jerga del momento, dos sensibilidades políticas florecerían en Madrid. La gran metrópolis desplegaba sus encantos. Se abordó la construcción de grandes infraestructuras y obras públicas. Madrid atraía inversiones y reunía múltiples expresiones culturales.

Mientras tanto, se dibujaba una raya en el suelo de la casa común. A un lado, el liberalismo desacomplejado de Esperanza Aguirre; al otro, el personalismo faraónico (ese es el adjetivo que se le aplicaba) de Alberto Ruiz Gallardón. Tanto duró la dicotomía, tanto desbordó los límites de Madrid, tan visible fue la raya que, una vez desaparecida, se la sigue viendo hoy según las reglas de una conocida ilusión óptica: la ‘afterimage’, o imagen residual.

Que sea una ilusión no elimina el peligro: las percepciones importan. Un asesor político o un publicista le dirá que son lo único que importa. Según un empirista del siglo XVIII, son lo único que existe, sin más. (‘Esse est percipi’, ser es ser percibido, George Berkley, 1685-1753). ¿Cree el lector que una raya como la que separó a Aguirre de Gallardón desune ahora a Ayuso y Almeida?

En abril de 2008, Aguirre llamó a no rehuir debates ideológicos antes del congreso del PP. Esgrimió por tanto diferencias ideológicas, no técnicas. En el Foro ABC, la musa de los liberales españoles pronunció tres palabras que molestaron profundamente en Génova, revelando hasta qué punto el problema había dejado de ser territorial: «No me sorprende». ¿A qué se refería? A la observación de un asistente: los socialdemócratas se encontraban más cómodos con Rajoy que con ella. Pío García Escudero, actual presidente del PP de la CAM, le exigió una aclaración. Como fuere, Aguirre decidió no competir con Rajoy, cuyo desafío durante un acto precongresual en Elche fue una profecía: «Si alguien se quiere ir al partido liberal o al conservador, que se vaya». Aunque nadie duda de la identidad de la destinataria, no fue ella quien acabó abandonando el PP, sino centenares de cuadros, decenas de miles de afiliados y millones de votos, que migrarían a Ciudadanos y a Vox. Entre el desahogo de don Mariano y la entrada de Ciudadanos en el Congreso median casi ocho años. Once justos en el caso de Vox. Y sin embargo, tan hondo fue el impacto que tras las últimas elecciones generales, las de 2019, Aguirre afirmó en RNE: «Lo que ha hecho daño al PP madrileño es que en el año 2008 Mariano Rajoy dijera que los liberales y los conservadores nos fuéramos al partido liberal y al partido conservador. Probablemente lo decía por mí».

No es extraño que la raya divisoria se siga percibiendo como si siguiera ahí. Así se ha pronunciado Aguirre sobre la crisis actual: «En el sector de Almeida hay algunos niñatos encabezados por un chico de cuyo nombre no quiero acordarme. En fin, que no digan bobadas, es que no han ganado una elección, han perdido todas las que se han presentado». Nada más fácil que establecer un paralelismo entre las dos parejas dicotómicas: Aguirre-Gallardón y Ayuso-Almeida. Lo favorece nuestra tendencia a reconocer patrones: los cargos de ellas y los de ellos son los mismos. Aguirre representó y Ayuso representa a los liberales. Ambas poseen un raro atributo en la derecha: no se arredran ante la izquierda, que las ha castigado más que a nadie. Han padecido bulos ridículos, sangrantes ataques personales. Son temibles polemistas que se crecen cuando vienen mal dadas. Y ambas han defendido sus siglas sin dejar de mantener en público posiciones incómodas para el aparato.

Pero, ¿qué hay de ellos? Aquí el paralelismo empieza a fallar. De entrada la equiparación parece fácil: el cargo, la competencia técnica, la ambición. El actual alcalde se desenvuelve con destreza e ironía ante medios de cualquier signo. Comunicadores de izquierdas proclives al sectarismo hablan bien de él. ¿Acaso no recordamos el recurrente reproche a Gallardón, según el cual su principal preocupación era caer simpático a quienes nunca le iban a votar? Ahora bien: ¿avalan los hechos y las palabras de Almeida una acusación similar? Ciertamente no. Que no irrite a los adversarios no significa que no defienda sus posiciones. Es más firme que hiriente, y su sentido del humor le permite la autoburla, una pericia poco común entre nosotros. Con ella desarma a esa banda de la porra que, so capa de comedia o humor político, gusta de practicar el ‘character assassination’, el asesinato civil.

Esa banda es feroz con las mujeres políticas de derechas. No conoció límites tratando de triturar la reputación de Aguirre, empeño tan infructuoso como el de acabar con Ayuso. El mérito es doble: te presentan como una desequilibrada incompetente y obtienes más votos que toda la izquierda junta, barres a Pablo Iglesias y conviertes tu triunfo en una hazaña nacional porque Sánchez ha mordido el anzuelo. ¿Qué ataque personal ha lanzado contra Almeida la banda de los graciosos de la porra? Que es bajito. Vaya. Una broma sobre su propia estatura y simpatía ganada.

Almeida no es la némesis de Ayuso; Gallardón sí fue la de Aguirre. Aquella legendaria enemistad fue un conflicto total entre dos animales políticos que en algún momento barajaron liderar el PP nacional. Lo que hoy enfrenta a la presidenta con el alcalde es el modelo de partido para Madrid. Nada más. Y nada menos. Porque las percepciones, aunque no lo sean todo, importan.