Diego Carcedo-El Correo
- Unas veces era el diluvio universal, otras las pandemias y el miedo a las invasiones de los enemigos de la fe. Hoy todos esos temores casi no existen o están amortiguados. Pero han surgido otros, y con mucha fuerza y arraigo
Trump nos retrotrae a los tiempos bíblicos cuando los peligros que se cernían sobre la humanidad eran un sinvivir diario de los creyentes. Unas veces era el diluvio universal, otras las pandemias y el miedo a las invasiones de los enemigos de la fe. Hoy todos esos temores casi no existen o están amortiguados. Pero han surgido otros, y con mucha fuerza y arraigo. Vivimos bajo los vaivenes histriónicos e irreflexivos de Donald Trump, un personaje elevado democráticamente a un poder material que entiende y usa sus poderes como si fuese el amo y señor del planeta que nos aloja.
Maneja los aranceles que gravarán las importaciones de otros países como si se tratase de un arma ejecutiva con la que maneja y castiga a su antojo a los países cuyos gobiernos no le resultan dóciles o simpáticos, como son los ejemplos de Brasil o Canadá, el vecino cuyo territorio le gana en extensión, pero no ha accedido a la pretensión de incorporarse como el 51 Estado de la Federación que encabeza. El caso de Brasil es su respuesta al fracaso de su amigo, el ex presidente y dictador Bolsonaro, que intentó recuperar el cargo a través de un golpe de Estado, lo mismo que el mismo hizo tras su derrota en 2020.
Trump, el personaje que intenta imponer sus ideas y decisiones a menudo irracionales ha roto en medio año la comunidad internacional y sus pasos siempre difíciles de conjugar los derechos colectivos y avances económicos, todo sin tomarse tiempo para pensar sus decisiones, asesorarse adecuadamente ni facilitar el desarrollo de los más desfavorecidos. Sus principios, nada edificantes ni en lo personal ni en su trayectoria ética, parten de la convicción de que desde el cielo lo han escogido para guiar a los demás, jugar con su dignidad y servirse de ellos conforme a sus impulsos e intereses. Para ello miente, encuentra fieles que le escuchan y nada se le pone por delante para conseguir sus objetivos.
Pensar que un personaje así se mueve por el mundo con la soberbia que le proporciona llevar como parte de la elegancia una cartera con las claves nucleares suficientes para declarar una destrucción de parte de la tierra no puede por menos de intimidar. La suerte es que cada vez son menos los que toman sus bravatas como cosas de Trump girando un dedo sobre las sienes. Accedió a la Casa Blanca, el centro del poder omnímodo presumiendo de amigo del ruso Vladimir Putin, quizás el gobernante menos proclive a las amistades, y prometió que arreglaría la guerra de Ucrania, pero han pasado seis meses y lo único que ha conseguido es empeorarla.
La penúltima muestra de su incontrolada impulsividad, hace tres días le llegaron unas declaraciones del expresidente Medvédev, edecán de Putin, que alardeó en unas declaraciones sobre la capacidad militar rusa y un Trump, incapaz de discernir sobre la gravedad de las cosas, apenas tuvo tiempo de ordenar al traslado a la frontera rusa de dos submarinos nucleares. El Kremlin respondió, ordenando maniobras militares en la zona. Para ellos un juego de niños que mueven su caballo de juguete obre una alfombra.