- La alianza entre el PSOE de Sánchez y la ERC de Aragonès no es ya solo entre ellos y sus partidos sino también con el transcurso del tiempo. Y con el efecto placebo del simulacro de ayer
El placebo se define como una “sustancia que, careciendo por sí misma de acción terapéutica, produce algún efecto favorable en el enfermo, si este la recibe convencido de que realmente posee tal acción”. ‘Mutatis mutandis’, la ‘mesa de diálogo’ entre los gobiernos de España y el autonómico de Cataluña es un placebo y, acaso, un simulacro. No tiene el acuerdo que firmó Sánchez con ERC en enero de 2020 ningún efecto sanador del llamado ‘conflicto’ catalán, pero propicia, seguramente, algún efecto sicológico que tanto unos —Pedro Sánchez y el PSOE— como otros —Aragonès y ERC— necesitan perentoriamente.
El presidente del Gobierno ha interiorizado que las líneas rojas de la negociación —el referéndum de autodeterminación y la amnistía— son infranqueables porque cualquier contorsión presuntamente constitucional que las traspasase significaría su suicidio político, lo mismo que fracasar en la aprobación de los Presupuestos Generales de 2022, que bien valen su visita a la Ciudad Condal. En la misma medida, Aragonès está en su papel al insistir en aquello que Sánchez no puede concederle porque desistir o allanarse a una agenda estatutaria supondría la emergencia arrolladora de la ultraderecha y la ultraizquierda secesionistas de Puigdemont y de la CUP, respectivamente. Ambos dirigentes se alían con el tiempo y sueltan hilo a la cometa, sabedores de que quizá sea cierto que el transcurrir de los meses —y de los años, dos para cada uno de ellos— tendrá efectos benéficos y balsámicos. Uno y otro se introdujeron en una trampa política sin salida y están resignados en atacar la sintomatología —distensión, mensaje, relato— sabedores de que la patología continúa. Confían en el efecto placebo y, probablemente, en una ayuda recíproca: la aprobación de las cuentas públicas de la Generalitat y las del Estado.
Sin embargo, en estos últimos meses han cambiado muchas variables. La primera es que a Sánchez se le acumulan los problemas sociales y económicos y que la coalición con UP se deshilacha a medida que avanza la legislatura en vez de consolidarse. El secretario general del PSOE, a las puertas de su 40º Congreso, no puede absorber más factores de erosión, como sería dar un paso más allá del que dio ayer en Barcelona. Sánchez y Aragonès ni siquiera pudieron recomponer el desastre del frustrado ‘pacto de El Prat’ (1.700 millones).
Los secesionistas, por su parte, están en abierta reyerta banderiza. JxCAT y la CUP sabotean la mesa porque ahora su prioridad no es la independencia, sino tumbar la hegemonía menor de ERC, que ha alcanzado la presidencia de la Generalitat por primera vez desde la II República. Los de Puigdemont —echados al monte— no pueden permitir que Aragonès llegue a algún resultado en sus conversaciones con el Gobierno y la CUP quiere la insurrección, más próxima a la semana trágica de Barcelona en 1909 que a la asonada de 1934 o a la extraña representación de octubre de 2017. O sea, la ‘mesa de diálogo’ —hoy por hoy— sienta a representantes de poco más de un tercio del separatismo.
Los partidos independentistas saben que representan, según las últimas elecciones de febrero pasado, al 27% del censo electoral de Cataluña, 10 puntos menos que en los comicios de 2017 (37,7%). De tal manera que aunque, paradójicamente, haya una mayoría parlamentaria a favor de la secesión, el último resultado neto electoral haya sido el tercer peor registro histórico del nacionalismo desde 1980 (véase «El espejismo de la mayoría independentista», de Carles Castro, en ‘La Vanguardia’ del pasado 12 de septiembre). Este dato es esencial porque remite a la fractura interna en Cataluña, que ya es doble: entre los independentistas y los que no lo son y de aquellos entre sí. Un panorama desolador.
«La catalana es una sociedad que se administra a sí misma unos raros castigos históricos»
En este escenario, la generación política que protagonizó el ‘procés’ —Oriol Junqueras incluido— está en fase de licenciamiento. Ni los propios independentistas pueden creer con sinceridad que los indultados pueden retomar la dirección de la situación. Por eso Aragonès no dudó en apartar a Jordi Sànchez y a Jordi Turull de la ‘mesa de diálogo’. No es un alarde de perspicacia afirmar que en Cataluña se está produciendo una corriente autocrítica sobre cómo se manejó el proceso soberanista y de cómo se trató de culminar. La catalana es una sociedad que se administra a sí misma unos raros castigos históricos. Muchos jalonan su pretérito y ya hay voces que advierten sobre esta reincidencia.
‘La culpa es nuestra’ es el título de un breve ensayo publicado en marzo de este año por Jordi Graupera (*) —un secesionista que propugna una lista unitaria y abierta de todo el independentismo—, cuyas primeras líneas reproduzco: “El principal problema del pensamiento político en Cataluña es que no existe. Se detecta como unos ruidos que recuerdan la existencia de una cosa similar al pensamiento y a la política, pero son una mala copia que no busca ni siquiera la verosimilitud. Exactamente como sucede con los mercados medievales de fin de semana: todo el mundo sabe que es un simulacro, participa para tratar de imaginarse una cosa más auténtica, pero nadie tiene la esperanza de que sea real en ningún sentido mínimamente convencional. Eso sí: en la evocación está el recuerdo de alguna cosa valiosa que se perdió. La ausencia de pensamiento político hace imposible discutir seriamente ninguno de los conceptos que la prensa y los políticos utilizan como moneda corriente. Ni siquiera para criticarlos”.
Podrían reproducirse citas todavía más contundentes y rotundas y reenviar el análisis a la fractura interna entre catalanes que ya se observa, por ellos mismos, como la brecha más urgente de suturar, prioritaria incluso a la herida de la abrupta relación de parte de Cataluña con el resto de España. Esta reyerta interna —que también evoca otros momentos críticos para España, como revelan las lecturas de los últimos escritos de Manuel Azaña— le permite a Sánchez alejarse de la toxicidad de su acuerdo con ERC y le autoriza una mera gestualidad. La alianza entre el PSOE de Sánchez y la ERC de Aragonès no es ya solo entre ellos y sus partidos sino también, y sobre todo, con el transcurso del tiempo. Y con el efecto placebo del simulacro de ayer.
(*) Este ensayo se incluye en el volumen ‘Cataluña-España. ¿Del conflicto al diálogo político?’ (editorial Catarata), que reúne 49 ensayos, originales o ya publicados.