Luis Daniel Izpizua, EL PAÍS, 1/3/12
Aquí, en la tierra de Ignacio de Loyola, llevamos ya unos cuantos años a vueltas con la basura. Era un tema de preocupación, pero sólo uno entre otros afortunadamente, hasta que llegaron los fundamentalistas al poder e hicieron de la basura un tema trascendental, una metafísica del desecho, y nos propusieron algo así como un programa de salvación. Ahora mismo es lo único que nos preocupa, y en cuestión de meses hemos pasado de la radiante exultación del derroche — ¡ah aquel alegre burbujeo odoniano que nos llenaba la cabeza de ensoñaciones que se las llevó el viento! — al torvo ascetismo del residuo, basura cero. Y la verdad es que todo huele muy mal.
Los de Bildu se han propuesto limpiarnos el alma y que expongamos nuestras vergüenzas al confesonario público. No hay día en que uno no se desayune con alguna noticia sobre la basura. Son noticias voluntaristas, sin apenas datos concretos, ni costes ni beneficios, con planteamientos de hazañas épicas propensas al camuflaje, y en las que se nos propone un programa de realización nacional-popular-soberano- lo que usted quiera: batiremos el récord mundial de reciclaje, o como se llame la cosa, todos a la tarea. Y allí donde gobiernan con mayoría, y me atrevo a vaticinar que también donde lo hacen en minoría e incluso donde no gobiernan, se han propuesto imponer el sistema de recogida de basura puerta a puerta, PaP. Puede parecer una cuestión de principios, y es que es una cuestión de principios. Es la nueva versión del viejo integrismo vascongado, en el que el alma ha sido sustituida por el estómago. A los viejos rituales del espíritu les sustituyen los nuevos rituales de la panza, eso sí, siempre extremadamente vigilados.
Ignoro si este sistema PaP es o no eficaz para el tratamiento de la basura. Pero ese es un problema menor, ya que no hay discusión posible, ni un mínimo debate racional que analice sus pros y sus contras y permita una solución más dúctil que lo haga compatible con otras medidas. No, nos hallamos ante el último dogma, una obstinación, aunque una solución bajo sospecha, pues entre sus virtudes está la de convertirnos en individuos sometidos a control. Viviremos pendientes del rito de la basura, de lo que me toca hoy, de la hora, de si tengo que tener abierto el cajoncito de la materia orgánica para que no se pudra y no huela, y de que colgaré luego mis excrementos en el poste de la vergüenza, expuesto al juicio público y a la valoración de mis cagaditas — ¡uf, cómo huele hoy el potecito del séptimo, éste llevaba días sin cumplir!— y que nuestras aceras se convertirán en deliciosas avenidas de tótems excremenciales, con bolsitas y potecitos, por las que deambular será un placer supremo. Y que quedaremos expuestos a los rigores de nuestra nueva clerecía, que ya no nos obligará a comulgar por Pascua, pero que nos someterá a un riguroso control de la disparatada defecación de nuestro espíritu. ¡Qué siniestro empieza a resultar todo!
Luis Daniel Izpizua, EL PAÍS, 1/3/12