Ignacio Camacho-ABC

  • Fiscal y reo a la vez es un oxímoron jurídico, uno de esos extravíos institucionales que menudean en el sanchismo

El aspecto más cínico del recurso con que Álvaro García Ortiz ha tratado, hasta ahora en vano, de evitar su procesamiento es la idea de que el borrado de los datos de sus correos y teléfonos, efectuado por él mismo antes del registro policial, lo dejaba indefenso. «La desaparición intencional de pruebas es un potente contraindicio que se utiliza habitualmente en los tribunales», responde la Sala de Apelación del Supremo, que con gran prudencia verbal califica de «llamativo» ese argumento. Como el ciudadano García Ortiz resulta ser además el fiscal general del Estado en ejercicio, ese acto de aparente obstrucción a la justicia debería ser suficiente motivo para que abandonase de inmediato el puesto: por mucho que como imputado le asista el derecho a no colaborar con la investigación y a guardar silencio, desde un prisma ético el encargado de perseguir los delitos no puede dejar ningún resquicio a la duda sobre la limpieza de su comportamiento.

Sucede además que, abocado como está el responsable del Ministerio Público a comparecer en juicio, su papel procesal tendrá que asumirlo uno de sus subordinados, como de hecho ha venido ya sucediendo durante la instrucción del sumario. Es decir, que su permanencia en el cargo obliga a quien ejerza la acusación –sólo teórica puesto que en realidad la línea oficial de trabajo sostiene la tesis de que no hay caso– a someterse al criterio de un superior jerárquico que por anómala coincidencia es precisamente el inculpado. Semejante aberración jurídica, tan insólita que los legisladores olvidaron contemplarla en sus cálculos, se suma al detalle de que la defensa letrada del reo la desempeña un funcionario de la Abogacía del Estado. Hasta ese punto ha querido el Gobierno involucrarse en un pulso institucional tan grave como innecesario, donde sólo el esmero garantista de la magistratura ha impedido que el propio aparato de la Presidencia saliese salpicado.

A pesar de ese celo profesional, toda la causa está desde el origen impregnada de contenido político. Porque política fue la decisión –de quien quiera que la tomase– de publicar datos confidenciales de un ciudadano sin perfil público conocido; política la porfía por ‘ganar el relato’ –a Ayuso y su entorno– y político el designio de que García Ortiz resista, pese a todos los indicios, en su cometido de verdadero delegado judicial del sanchismo. El presidente del Ejecutivo ha tomado la cuestión con la implicación personal de un desafío, y está dispuesto a llevar hasta el final el conflicto aun al coste, para él relativo, de arrastrar a otra institución de máxima relevancia al desprestigio. La paradoja ventajista del asunto consiste en que la independencia de esos jueces de quienes desconfía garantiza la imparcialidad del veredicto. Aunque nadie podrá reparar ya el daño reputacional producido por este espectáculo de una Fiscalía en el banquillo.