Pedro Sánchez ha acabado por parecer lo que es: un presidente obsesionado de manera enfermiza por acabar con el supuesto lawfare de algunos jueces contra él y acabar, también, con lo que denomina “la máquina del fango” de unos “pseudo medios de comunicación” que no le dejan dormir con informaciones sobre un presunto tráfico de influencias de su esposa, Begoña Gómez; o sobre la residencia de su hermano en Portugal, a catorce kilómetros de donde trabaja, Badajoz, para ahorrarse 76.000 euros de IRPF.
El líder socialista mezcla así hechos, por ejemplo, las diligencias abiertas contra su pareja por el Juzgado 41 de Madrid, e informaciones periodísticas veraces sobre la presunta elusión fiscal de su hermano -comparables a la de los criticados youtubers que se van a Andorra para pagar menos impuestos-, con patrañas cuando no difamaciones delictivas hasta sobre la condición sexual de Begoña Gómez hasta lograr un totum revolutum con el que victimizarse para distraer la atención de la opinión pública.
Pero, más allá de esa estrategia, si comparto con usted, estimado lector, la idea de que veo a un presidente obsesionado es porque, lejos de apuntarme a la teoría de que estos cinco días de “reflexión” han sido una inmensa tomadura de pelo a todos, Rey incluido, yo sí creo que el miércoles pasado Pedro Sánchez colapsó psicológicamente. Desconozco si por temor a su devenir político, al futuro judicial de su pareja, o porque la situación haya derivado en una crisis familiar incontrolable, pero su mente colapsó.
“He debatido conmigo mismo, he comido poco y he dormido menos” (sic), reconoció Sánchez en la SER, cansado en el gesto y hasta en la voz… Si fue una estrategia deliberada de sus asesores de comunicación para ‘humanizarle’, yo que ellos me preocuparía porque lo que vimos fue al máximo dirigente de la cuarta economía del euro necesitado de unos días o semanas más de baja
Corroboré mi impresión este martes, 24 horas después de que tomara la decisión de seguir en La Moncloa, viéndole desperdiciar de forma insólita media hora de entrevista en el programa más escuchado de la radio más escuchada en España, la SER, como aquel Don Quijote contra unos gigantes que en realidad eran los molinos de viento de la llanura manchega.
En lugar de comparecer aliviado tras haber deshojado la margarita, vimos a un líder socialista sin respuestas a las preguntas que le hacía Ángels Barceló; un Pedro Sánchez incapaz de salir del discurso autorreferencial, nunca del colectivo de ese PSOE al que ha ignorado para disgusto de muchos dirigentes socialistas que, en términos democráticos, reconocen en privado no entender nada de su proceder y le demandan explicaciones:
“He debatido conmigo mismo, he comido poco y he dormido menos” (sic), llegó a reconocer cansado en el gesto y hasta en la voz. Si esa actitud fue una estrategia deliberada de sus asesores de comunicación para humanizarle, yo que ellos me preocuparía porque lo que vimos fue al máximo dirigente de la cuarta economía del euro necesitado de unos días o unas semanas más de baja.
Media hora hablando casi íntegramente de esa obsesión contra ciertos medios “digitales y webs”, ajustando cuentas con algunos pero sin decir exactamente qué propone para “regenerar la democracia” más allá del Código Penal al que todos estamos sujetos, los periodistas también; y, lo más importante, malgastando un tiempo precioso ante millones de oyentes en el que el presidente pudo hablar de eso que dice él que no contamos: a saber, el crecimiento del PIB por encima de la media europea, que España se acerca a los 21 millones de ocupados, o las listas de espera en la Sanidad.
El problema de Sánchez es que ese test de estrés por el que ha hecho pasar al PSOE y a la sociedad, esa impermeabilidad a prueba hasta del núcleo duro del poder -muchos ministros se enteraron junto a los 47 millones de españoles-, en definitiva, ese tic de caudillismo peronista impropio para cualquier democracia parlamentaria europea acabará pasándole factura
Todo ello me lleva a la conclusión de que, efectivamente, a Sánchez le entró el miércoles lo que en el argot ciclista se conoce como una pájara, de esas que impide al corredor seguir pedaleando por falta de azúcar o sales minerales; y creo que lo que ha hecho después del “error” de colgar en Twitter una insólita carta a los ciudadanos para que reflexionáramos nosotros también, una misiva donde, de tan humano que se nos mostraba resultaba irreal, no ha sido sino un esfuerzo ímprobo por disimular el patinazo del amago de dimisión hasta recomponer el mito de la imbatibilidad.
Su problema ahora es que esa debilidad suya reconvertida sobre la marcha en un test de estrés por el que ha hecho pasar al PSOE y a la sociedad en su conjunto, esa impermeabilidad a prueba hasta para su núcleo duro -muchos ministros se enteraron de que continuaba viéndole junto al resto de los 47 millones de españoles-, en definitiva, ese tic de caudillismo peronista impropio para cualquier democracia parlamentaria europea que se precie, acabará pasándole factura más pronto que tarde.
Solo hay que ver la frialdad con la cual han acogido el desenlace muchos cuadros socialistas -más allá del alivio que supone seguir cobrando la nómina-, los medios de comunicación más afines y hasta los socios parlamentarios, que comienzan a pedir sotto voce explicaciones por la “chiquillada” del hombre que ocupa la más alta magistratura del país después de Felipe VI.