En el País Vasco no existe una comunidad euskaldun y otra erdeldun, como dice Ramón Jáuregui; todos sus habitantes son castellanohablantes: hay ciudadanos monolingües y bilingües, pero no dos comunidades distintas sin contacto. Tampoco es cierto que la existencia de comunidades lingüísticas separadas sea un factor inevitable de disgregación en una nación.
Eso, desánimo es lo que invade el ánimo de este comentarista cuando lee las reflexiones que le suscitan a Ramón Jáuregui sus andanzas por tierras belgas (EL CORREO, 26-5-10). Porque resulta que su descubrimiento de dos comunidades lingüísticas cerradas la una a la otra, la valona y la flamenca, le recuerda de inmediato la situación del País Vasco («no puede evitar -dice- trasladar la realidad belga a nuestro país»). Y se lanza por ello a un emocionado y lírico canto a favor del bilingüismo, única forma según él de vertebrar y cohesionar este país nuestro, que de otra forma «se dividirá entre zonas euskaldunes y castellanas» (lo de llamarlas «castellanas» es su término, no el mío).
Resulta difícil entender cómo es posible que el bueno de Ramón Jáuregui no se haya apercibido de las diferencias sociolingüísticas entre Bélgica y el País Vasco, que son radicales. Que allí existen dos (para ser exactos, tres, pues también existe la alemana) comunidades lingüísticas separadas e incomunicadas dado que ninguna conoce la lengua de la otra (el segundo idioma de todos es el inglés), mientras que en Euskadi existe una lengua conocida, dominada y utilizada por todos sus habitantes que es la que nos permite entendernos sin problema alguno. Eso que llamamos algunos «lengua común», y que es el más valioso patrimonio lingüístico de los vascos y de los españoles en general. Resulta difícil de entender que Ramón Jáuregui no se dé cuenta de que en el País Vasco no existe una comunidad euskaldun y otra erdeldun, por la sencilla razón de que castellanohablantes lo son la totalidad de sus habitantes. De manera que los que existen son ciudadanos monolingües y bilingües, pero no dos comunidades distintas separadas y sin contacto entre ellas. Que tiene cierto sentido pedir a los belgas que aprendan la lengua de «los otros», pero que no tiene ninguno exigir a los vascos monolingües que aprendan una segunda lengua común cuando ya poseen una primera que lo es.
Resulta también difícil de entender que Ramón Jáuregui piense seriamente que la existencia en una nación de comunidades lingüísticas separadas es un factor inevitable de disgregación o desvertebración. Le bastaría darse un paseo hasta la no tan lejana Suiza para comprobar cómo un país con cuatro comunidades lingüísticas distintas puede exhibir un grado de vertebración y cohesión que ya querríamos tener en otras naciones europeas. Y que ello no depende de la extensión del bilingüismo, sino del deseo extendido de formar una sociedad común que salvaguarde las diferencias de cada cual. Porque si la lengua fuera un factor relevante para la cohesión, ¿cómo sería que India y Pakistán se odian cuando hablan la misma lengua?
Resulta por último difícil de entender que Ramón Jáuregui cante con lirismo al bilingüismo integrador del que hoy «disfruta» Cataluña, cuando tal bilingüismo está sostenido en realidad en una política dirigista e impositiva alejada de cualquier espontaneidad o voluntariedad social. Cataluña «disfruta del bilingüismo» porque se reprime la libertad lingüística, en el mismo sentido aproximado que Cuba ‘disfruta del socialismo’.
El viajar abre la mente y cura de localismos cegatos, nos decían nuestros maestros. Eso sería antes, visto lo visto.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 27/5/2010