TRAS EL FRACASO de la investidura de Carles Puigdemont, Jordi Sànchez y Jordi Turull, Quim Torra intentará hoy ser investido el 131 presidente de la Generalitat. El desbloqueo es una noticia largamente esperada, pero la designación a dedo del propio Torra no augura un Gobierno respetuoso de la ley, sino una continuación del choque institucional que ha dividido a los catalanes, empobrecido la economía y dinamitado el autogobierno. Torra tiene difícil ser investido de pleno derecho. No solo por las dudas que plantea la CUP, sino porque la validez del voto delegado de Puigdemont y Comín depende en último término de la decisión del Tribunal Constitucional. En todo caso, el Gobierno debe mantenerse en guardia para aplicar cuantas medidas fueran necesarias –incluida una reactivación del artículo 155 en caso de que éste decaiga– a fin de frenar cualquier atropello a los derechos de todos los catalanes. Máxime después de que el candidato anunciara su intención de impulsar «un proceso constituyente», pese a las graves consecuencias penales que ya sabe que acarrea desafiar al Estado.
No hay ninguna duda a estas alturas del error mayúsculo que supone la elección de Torra como sucesor de Mas y Puigdemont en el Palau. El ex presidente de Òmnium Cultural es un ultranacionalista que ha dedicado tres décadas a cebar el mito de 1714 y la Guerra de Sucesión, hegemonizando en favor del independentismo el espacio de memoria del Born de Barcelona, y un intelectual cuyos ademanes aparentemente dialogantes ocultan el fanatismo propio de una doctrina intransigente y de corte supremacista.
Ayer pidió perdón por los tuits ofensivos en los que denigraba sin reparos a todos los españoles, de los que llegó a sentenciar que no son demócratas ni tienen vergüenza ni saben hacer otra cosa que expoliar. Tal es el infame nivel del presidenciable escogido al arbitrio exclusivo de Puigdemont. El perdón, en todo caso, es mera pose, porque el candidato de Junts per Catalunya no escondió, durante una cómoda entrevista en TV3, que piensa reinstaurar los organismos eliminados por el 155. También abogó por «recuperar» las leyes suspendidas por el TC y, en un delirio más propio de un activista que de un dirigente que aspira a presidir una Cataluña plural, tachó de «crisis humanitaria» el encarcelamiento provisional de los cabecillas del procés. Está por ver el perfil de sus consellers, pero Moncloa no puede cerrar los ojos al propósito de Puigdemont de convertir el nuevo Ejecutivo en un guiñol. El propio Torra ha admitido que encarna una «etapa de transición» cuyas vías políticas se sustentarán «en el exilio, en el Govern y en una ciudadanía empoderada». El léxico nacionalpopulista le delata, aunque lo relevante es que el candidato no oculta que la tarea que le ha ordenado Puigdemont se limita a una gobernación vicaria.
El Gobierno, por tanto, no puede darse por satisfecho con el limpio expediente judicial de Torra. Méndez de Vigo sostuvo ayer que la intervención de Cataluña ha obrado el restablecimiento constitucional. Lo cierto es que el 155 pactado entre PP, PSOE y Ciudadanos se ha limitado a la convocatoria electoral y a la gestión ordinaria de la Administración catalana. Sin embargo, ni ha apaciguado al independentismo ni ha frenado el uso partidista de la escuela y de los medios públicos. Así que el hecho de que Albert Rivera presione al Gobierno motivado por el auge de Cs en los sondeos no es óbice para admitir que le asiste la razón cuando denuncia que, tras medio año de intervención autonómica, el golpe secesionista sigue en marcha.
Preservar el consenso entre las fuerzas constitucionalistas en la respuesta al separatismo resulta fundamental, tal como enfatiza Mariano Rajoy. Pero aún es más importante que esta reacción sirva de facto para garantizar el cumplimiento de la ley y para terminar con la onerosa amenaza de repetición del procés. Supondría una nueva humillación que los españoles no tolerarían.