Jesús Cacho 3.11.2019
Como casi todo el mundo que me conoce un poco sabe, soy capitán de la Marina Mercante, un oficio antaño propio de aventureros intrépidos y de gente del común condenada a vagar por las cuatro esquinas para ganarse la vida. Mi primer viaje como piloto me llevó a bordo de un petrolero desde las costas de Libia a Portland, Maine, en los Estados Unidos, atravesando en pleno mes de enero ese temible Atlántico Norte capaz de poner los pelos de punta al más aguerrido. Fue mi prueba de fuego, uno de esos temporales fuerza 9 en la escala Beaufort, con olas de 20 metros en trenes de a tres que conforman lo que llamamos “mar montañosa” que, al romper, se transforma en “mar confusa” hasta que el orden de esas moles de agua vuelve a restablecer su imponente ritmo trino. Como tercer oficial, me correspondía guardia en el puente de 8 a 12, pero aquella mañana el capitán y el primer oficial estaban a mi lado. El silencio podía cortarse entre el fragor del oleaje. Advertí que estaban tan asustados como yo. ¿Cómo afronta un barco cargado con 60.000 toneladas de petróleo un temporal de esa clase? El capitán ordena reducir máquina a “poca avante” y pide al marinero que maneja el timón que ponga rumbo al viento para recibir los trenes de olas por una de las amuras formando un ángulo de 20 grados entre la proa y la dirección de la tormenta. A eso los marinos lo llaman, lo llamamos, “ponerse a la capa”, y de ahí lo de “capear el temporal”. Se trata de aguantar hasta que pase lo peor, poniendo el barco a resguardo de esfuerzos estructurales extremos que podrían ponerlo en peligro. Aguantar y rezar para que una avería no nos deje sin máquina, porque en tal caso quedaríamos a merced de las olas.
La experiencia someramente descrita me parece una casi perfecta metáfora para describir la situación por la que atraviesa nuestro querido país. España es ahora mismo un barco que se ha quedado sin máquina en plena tormenta, un navío de gran tonelaje al pairo y sin rumbo, zarandeado por uno de las mayores tempestades de su historia reciente. Una gran borrasca que combina factores externos (Brexit, proteccionismo comercial, eclosión de nacionalismos y populismos, pérdida de cualquier referente liberal -entendido ello como una filosofía de vida más que como una forma de gestionar la Economía- y otras cuestiones que sería largo enumerar aquí) con problemas internos, el más grave de los cuales es la situación en Cataluña. Prisionera de un nacionalismo supremacista y xenófobo desde hace décadas, Cataluña es hoy un territorio sin ley del que ha desaparecido el Estado y cualquier signo de democracia entendida como garantía de seguridad y ejercicio de libertad. La añorada Barcelona donde estudié Náutica en mi primera juventud vive hoy bajo la bota de una masa levantisca de extrema izquierda a quien en la sombra maneja el propio presidente de la Generalitat y su guardia de corps, gente toda perteneciente a la elite de una derecha reaccionaria. Una masa de revolucionarios de salón corta carreteras, paraliza transportes, cierra universidades y agrede con la cara tapada a unas fuerzas del orden que actúan con la mano atada a la espalda por culpa de un Gobierno de la nación, ahora en funciones, que se niega a aplicar la Ley para no perjudicar sus expectativas electorales.
Urge construir un proyecto colectivo para las próximas décadas. ¿Cómo queremos que sea España en el 2050?
Nunca, desde el final de la Guerra Civil, fue la situación española tan delicada. Nunca el futuro tan en el alambre. Nunca tan cierto el riesgo de balcanización y de pérdida de la libertad y el progreso que desde la muerte del dictador ha garantizado la Constitución del 78. Nunca tan evidente, tan dolorosamente cierta, esa carencia de auténticos hombres de Estado capaces de tomar el toro por los cuernos sin partidismos y enmendar el rumbo de la nave mediante los pactos de Estado que la situación reclama con urgencia. España como barco a la deriva. Soy hijo de un pequeño agricultor de Tierra de Campos crecido en el ejemplo de honradez y trabajo que me legó mi progenitor. Trabajando de sol a sol, mis padres formaron una familia feliz, sacaron adelante ocho hijos en aquella España pobre de los cuarenta y los cincuenta, y agrandaron su precario patrimonio comprando tierras de labor sobre la base de no gastar nunca una peseta más de lo que ingresaban. Con el rechazo al endeudamiento convertido en norma de vida, algo que sin duda conocen los españoles que hoy peinan canas y que nuestra clase política parece haber olvidado. Siempre honrando la palabra dada a la hora de vender la cosecha, con la simple rúbrica de un apretón de manos. Siempre con la austeridad como regla de oro, la certidumbre de que había que trabajar duro para salir adelante y la esperanza, el convencimiento de que aquellas penurias merecían la pena porque luchábamos por un futuro mejor. Éramos pobres, pero teníamos un proyecto de vida.
Necesidad de un proyecto de futuro
Que es precisamente lo que se echa de menos en esta España rica y hastiada. La España que reclama derechos pero rechaza obligaciones, la sociedad muelle acostumbrada a que papá Estado le resuelva la vida desde la cuna a la tumba, que ignora el sacrificio, desdeña el esfuerzo y desprecia a quien arriesga tiempo y dinero invirtiendo con la intención de crear riqueza. La España del siglo XXI en la que tantas veces resulta tan difícil reconocerse. La España carente de un proyecto de futuro colectivo. Un país en el que no se ha abordado una sola reforma digna de tal nombre desde finales de 2012, reformas que hoy se reclaman con urgencia tanto en el terreno de lo económico como de lo político y social. Un país con un Estado del bienestar difícilmente financiable a largo plazo por culpa de una estructura territorial que es fuente de corrupción y de gasto incontrolado. Un país vampirizado por unas elites regionales decididas a mantener a capa y espada su Estadito propio, porque prefieren ser cabeza de ratón antes que cola de un león capaz de defender con ventaja los intereses colectivos en el mundo globalizado de hoy.
A pesar de la intensidad de la tormenta que hoy nos acongoja, estoy seguro que este país va a salir adelante, seguro de que vamos a ser capaces de superar la tempestad
Empeñados en mirarnos el ombligo de las pequeñas miserias diarias, España está perdiendo la batalla del futuro. Nadie piensa aquí en el largo plazo; todo el mundo opera con las luces cortas del más agraz oportunismo y del personalismo más ramplón. El reparto del trabajo, por ejemplo. Las máquinas que antes apretaban tornillos de forma mecánica, nunca mejor dicho, en una factoría de automóviles, ahora ya son capaces de trabajar con autonomía gracias a la inteligencia artificial. La revolución del robot capaz de pensar. Dentro de diez años probablemente no haya taxistas, ni conductores de metro, ni de autobuses, y gran parte de los empleos del sector servicios habrán desaparecido. ¿Cómo vamos a afrontar un cambio que en su radicalidad amenaza nuestra forma de vida actual? ¿Cómo vamos a repartir el escaso trabajo del futuro en una sociedad dispuesta a vivir más años? ¿Qué queremos hacer de España? Nuestro país necesita recuperar algo de aquella ilusión que en la dura postguerra tenía por arrobas. El anhelo de un proyecto. Urge construir un proyecto colectivo para las próximas décadas. ¿Cómo queremos que sea España en el 2050? ¿Qué queremos hacer con nuestro futuro? ¿Qué país aspiramos a dejar en herencia a nuestros nietos dentro de 30 o 40 años? Y esa es la gran tarea a la que de grado o por fuerza debemos convocar a nuestra clase política, más allá de sus pequeñas miserias diarias.
A pesar de la intensidad de la tormenta que hoy nos acongoja, estoy seguro que este país va a salir adelante, seguro de que vamos a ser capaces de superar la tempestad y poner la nave colectiva rumbo a un futuro mejor. Capaces de seguir creciendo económicamente y de acabar de una vez por todas con las fuerzas centrífugas propagadoras de la división y el odio entre españoles. Capaces de hacer efectiva la democracia en Cataluña con la fuerza de la Ley. Formamos parte de uno de los mejores países del planeta, un país visitado por millones de turistas cada año que disfrutan de nuestro estilo de vida, nuestra alegría de vivir, nuestra laboriosidad, nuestros profesionales de primer nivel en cada faceta de la economía, pero también de nuestro patrimonio cultural, nuestra comida y nuestro sol. Un país al que le gusta disfrutar y también trabajar, obligado ahora a pensar en cómo abordar los retos del futuro. El empeño consiste en hacer que nuestra clase política sea capaz de acompañar los ritmos de esa gran sociedad que es la española. Mucho podremos hacer en esa dirección dentro de una semana, al colocar nuestro voto en las urnas. En ese empeño, en la idea de contribuir con nuestro granito de arena a la construcción de ese proyecto de futuro, estará siempre un medio liberal y de progreso como Vozpópuli. Ese es el reto de quienes hacemos este diario, una apuesta en la que no podemos fallar.
Nota. Este texto sirvió de base para la salutación final que el director de este medio dirigió el miércoles 30 de octubre a los participantes en el debate económico organizado por Vozpópuli.