Juan Carlos Girauta-ABC

  • Tal como se vio en Cataluña, pero mucho más deprisa, hay quien se revolverá. Y reventará ese proyecto que solo da voz y legitimidad moral a media España. A diferencia de lo que pasó en Cataluña, los disidentes no están callados, sino acallados. Veréis cuando corra el micro

EL comunismo se disfraza de estilo de vida, recetarios de cocina incluidos. Hay que reconocerles el mérito a los maestros primeros de la propaganda, sin cuya temprana destreza no serían posibles estos logros. Y sobre todos ellos, a Willi Münzenberg, precursor de la simplicísima triquiñuela que tacha de fascista a cualquiera que no sea comunista, para destruir a continuación la reputación y, si se tercia, la vida del señalado.

En caso de necesidad, la triquiñuela era extensible: acusaban asimismo de fascistas a los comunistas que no se plegaban a las directrices del más asesino de entre ellos. Así pudo el PSUC justificarse cuando el exterminio del POUM en la Barcelona de 1937. Así los soviéticos pudieron entregar a sus camaradas franceses y alemanes por «fascistas», cuando era Stalin el que acababa de pactar con Hitler. La historia del comunismo es la de los genocidios, las hambrunas, las purgas, la delación, el terror… y los mecanismos de asesinato civil más fáciles del mundo. Son estos últimos los que la izquierda española canalla ha recuperado.

Medios de todas las tendencias llaman «antifascistas» a los grupos violentos de tipo anarquista, comunista, separatista, vandálico sin propósito, o resultado de combinarlos. Y no solo sucede en España. Pocos son los medios estadounidenses, franceses o suecos con los escrúpulos suficientes para no dar coartada ideológica por sistema a esas turbas criminales. Lo que no sé si ocurre en el resto del mundo es que las redacciones, sea cual sea el color del medio, comulguen en un ochenta por ciento con la colección entera de topicazos, prejuicios, palabras fetiche y sesgos de la izquierda.

Así que el truquito de Münzenberg aún funciona un siglo después, y quizá lo haga siempre mientras los amenazados por el entramado antisistema sean tan cobardes o tan holgazanes. Solo por un respeto metodológico incluyo la posibilidad de la holgazanería. No creo mucho en ella, casi pondría la mano en el fuego por la del rile, el cerote, el canguelo, la jindama. ¿Por qué iban a ser gandules los fabricantes del imaginario contemporáneo? No creo que unos haraganes se conviertan en pocos años en dueños de las principales herramientas de condicionamiento de las masas en materias directamente políticas (el voto) o anexas (la opinión expresada). Y todo por la vía del entretenimiento.

Viví este fenómeno en Cataluña. Era lo mismo: se impuso un discurso único y se estableció la espiral del silencio, de modo que el discrepante prefiriera callar. Si no callaba, la presión iba creciendo hasta hacerse insoportable. Los pocos que alzaron la voz lo recuerdan. Muchachos muy sanotes, comprometidos con la lengua catalana, impusieron una inmersión que la inmensa mayoría no desea (solo hay que ver las encuestas). Y como la lengua es definitoria en la construcción nacional de Cataluña, todo era válido para acallar al padre o madre que osara discrepar en público, hablar con la prensa, actuar judicialmente, reclamar sus derechos. El acoso llegaba a la calle, al domicilio, a los niños. Padres ingenuos creían que las sentencias están para cumplirse porque España es una democracia, pensaban que les asistía el derecho a que se usara el castellano como lengua vehicular con sus hijos ¡una cuarta parte del tiempo! Acababan abandonando su pueblo. Lo que en Cataluña se impuso, y sigue, forma parte de un proyecto supremacista que busca ventajas de unos ciudadanos sobre otros. Un asco, y sin embargo… son capaces los cabecillas de llorar de emoción y de contagiar su sentimentalismo, tan peregrino, tan ridículo y barato, a la Cataluña que habla, que vota y se pronuncia.

La actual operación, de alcance nacional (o sea, español), es similar. Su objetivo es el mismo: impedir la alternancia, crear un estado de opinión que considere la llegada de la oposición al gobierno como algo peligrosísimo. No se logra nada parecido sin medios potentes, básicamente audiovisuales, consagrados a asesinar civilmente a cualquiera que, desde el mundo liberal o conservador, sea capaz de aglutinar el voto, de conseguir amplia aceptación, de influir en las decisiones políticas, en la valoración de lo que sucede en el mundo o en la disposición a hablar, refutar, discutir. Desean instaurar, por tanto, otra espiral del silencio. Una para toda España. Para que cada vez resulte más arriesgado, más difícil y caro sacudirse la colección de mantras, refutar las consignas y pseudoideas que han venido a ocupar el espacio de aquello que se llamó progresismo.

Para lograr sus objetivos totalitarios, en Cataluña fue decisivo un conjunto de medios entregados a la causa, principalmente TV3 y Catalunya Ràdio. Medios públicos. En el conjunto de España no puede ni por asomo RTVE plantearse algo semejante. Del trabajito se encargan la práctica totalidad de los programas de televisión generalista en abierto, y por supuesto la principal empresa tecnológica española, una multinacional que no por casualidad abre su plataforma a las mismas productoras que hicieron el trabajo sucio en Cataluña, y la cierra a quien no arroje carnaza progre a la masa. La vía del humor es la preferida, pues permite humillar a víctimas del terrorismo mientras en otro programa lavan la cara a los verdugos. O lanzar la enésima y repugnante mofa sobre judíos y cámaras de gas. «Era broma, era broma…»

Tal como se vio en Cataluña, pero mucho más deprisa, hay quien se revolverá. Y reventará ese proyecto que solo da voz y legitimidad moral a media España.

A diferencia de lo que paso en Cataluña, los disidentes no están callados, sino acallados. Veréis cuando corra el micro.