JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS
- La iniquidad de Trump y el rol lamentable del Partido Republicano pueden ayudar en la reflexión sobre cómo la polarización y el deterioro político ponen en juego la supervivencia de la democracia
La opinión que muchos congresistas y senadores de la nueva mayoría norteamericana han expresado sobre el todavía presidente de su país es que ha perdido la cabeza o, como normalmente se dice, se le ha ido la olla. Otros menos benevolentes le han tachado de traidor y terrorista, calificativos que de prosperar acarrearían serios problemas judiciales para quien los recibe. Pero los hechos del día de Reyes en Washington no son solo ni primordialmente el resultado de la llegada al poder de un payaso enloquecido. Trump no es tanto la causa del deterioro político y moral de la sociedad que preside como su consecuencia. No se puede olvidar que tuvo 74 millones de votos en las pasadas elecciones. Al igual que en los tiempos del fascismo, la polarización y el enfrentamiento que él mismo ha azuzado se derivan, en gran medida, del fracaso de un sistema abandonado desde hace décadas a las fuerzas del mercado, y negligente en la defensa del Estado de derecho y el imperio de la ley. Estas enfermedades de la democracia no son exclusivas de aquel país. Las venimos padeciendo en Europa y otras latitudes. De la capacidad que tengan los dirigentes para procurar su sanación depende en gran medida el futuro inmediato de nuestras sociedades.
De la inestabilidad mental y la zafiedad del comportamiento del individuo en cuestión tenía noticia el electorado mucho antes incluso de que se presentara a las primarias de su partido. Son memorables sus afirmaciones de que, dada su popularidad, él podría “disparar a cualquiera en la Quinta Avenida” sin que nada le pasara porque era una estrella. Por eso es inexcusable analizar la responsabilidad del Partido Republicano en esta historia, y de los grandes partidos políticos en general en las democracias occidentales, dedicados a fortalecer sus cúpulas dirigentes a base de promover corruptelas clientelares y perseguir a los disidentes. A finales de 2016 escuché a un político respetable y de intachable trayectoria como Jim Baker, jefe de Gabinete de Reagan y secretario de Estado con George Bush padre, la aversión e incredulidad que le produjeron las aspiraciones de Trump a la candidatura presidencial. Preguntado entonces por a quién había votado en noviembre de ese año, dada su inequívoca posición al respecto, confesó que lo hizo por Donald Trump, ya que sentía el deber moral de apoyar al líder de su partido. Hace solo unas semanas, en conversación con varios antiguos altos dignatarios del mismo me expresaron su convicción de que Trump reconocería la victoria de Biden, haría una transición ordenada y abandonaría la Casa Blanca voluntariamente y con dignidad. Nada de eso ha sucedido como predecían. Y pese a los graves sucesos del jueves pasado sigue siendo presidente de su país, es comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, posee el poder exclusivo de apretar el famoso botón nuclear y los militares tienen la obligación de obedecer sus órdenes si no quieren ser ellos mismos acusados de insurrección. El Partido Republicano tendría capacidad de destituirle si el vicepresidente Pence y una mayoría del gabinete así lo decidiera, pero ya está claro que no lo harán. La excusa, o el motivo: temen que el partido se divida, lo que arrojaría oscuras perspectivas sobre su futuro.
América es hoy una nación rota y enfrentada consigo misma, inmersa en una guerra civil larvada con la que tendrá que convivir el presidente Biden, pese a su propósito de buscar la unidad de su pueblo, tan encomiable como difícil de llevar a cabo en estas circunstancias. Hay que decir que sus comparecencias públicas en medio de la crisis constituyen los dos mejores discursos que ha pronunciado desde que comenzara la campaña electoral. Resalta en ellos su repetida advocación a la lealtad a la Constitución y el imperio de la ley (rule of law). Pero la sociedad está fragmentada y dividida, víctima de desigualdades ingentes, empobrecidas sus clases medias, temerosas ante la globalización, desorientada la opinión pública, abrumada por la desinformación y el barullo de las redes, la demagogia populista, la xenofobia, el nacionalismo y la corrupción. Un escenario familiar para nosotros, que deberíamos aprender las lecciones que de ahí se desprenden.
También Cataluña tuvo un payaso populista en la presidencia de la Generalitat que con mentiras y extorsiones provocó la división entre las gentes y dañó el ejercicio de los derechos civiles y la democracia. Mentiras todavía hoy divulgadas por el nacionalismo independentista, cuyos líderes vulneraron la ley y alentaron una insurrección popular. También España tiene un partido trumpista, y otro conservador, desorientado y roto, que se empeña en llamar ilegítimo a un Gobierno emanado de unas elecciones limpiamente democráticas. E igualmente padecemos el narcisismo de los gobernantes, la petulancia de los encuestadores, la mediocridad insulsa de los líderes, cuyas falencias en la gestión y flatulencias ideológicas amenazan con dividir cada día más nuestra sociedad. También fue asaltado por una multitud indignada, animada y protegida por Quim Torra, el Parlamento de Cataluña. O rodeado el Congreso de los Diputados por el gentío que encabezó Podemos. Ardieron las hogueras en la noche de Barcelona. En Francia (chalecos amarillos y Le Pen), Reino Unido (Brexit), Italia (Cinque Stelle más Salvini), la situación no es muy diferente; para no hablar de las corrientes neonazis de Alemania y las derivas autoritarias en Polonia y Hungría. En América emergieron el Tea Party y Occupy Wall Street y aquí tenemos a Vox y tuvimos el 15-M. Nada de ello es igual a un asalto armado como padeció el Capitolio, pero en algunos aspectos no es tampoco del todo distinto, y sienta preocupantes precedentes.
Los dirigentes del PSOE que insisten con razón en la legitimidad de su mandato deben asumir que también fue legítimo en su origen el de Trump. La portavoz socialista en el Congreso ha reiterado que la democracia es el gobierno de la mayoría. Desde luego, pero no solo. La independencia del legislativo y de la justicia respecto al poder político son reglas sagradas que Gobierno y oposición deben respetar y no es evidente que en el caso español lo hagan. No se puede atacar a la Constitución y a la Jefatura del Estado desde el banco azul. El Gobierno es de todos los españoles, ha de atender al interés general, y sus ministros no pueden comportarse como líderes facciosos. No es legítimo tampoco que el principal partido de la oposición bloquee el normal funcionamiento del poder judicial y el Tribunal Constitucional. Ni se puede argumentar el ejercicio de un derecho de gracia argumentando que de lo sucedido en Cataluña todos son de una forma u otra culpables. Los únicos culpables están por el momento en la cárcel. Su indulto, como el de Trump, puede ser conveniente desde el punto de vista del interés político y la búsqueda del bien común. Pero no ha de restablecer su dignidad perdida ante los ojos de quienes creen en el Estado de derecho y el imperio de la ley.
Pedro Sánchez y Pablo Casado tienen ante sí la obligación insoslayable de no continuar dividiendo a los españoles, ya espoleados por la demagogia neofascista o neoperonista, el independentismo irredento y los oportunistas de turno. No estamos ante una confrontación entre fachas y bolivarianos, pero también hay entre nosotros políticos y tertulianos psicópatas, alimentados en su desvarío por las locuras que el ejercicio del poder inculca. No continúen dividiendo a los españoles, para garantizar así su personal futuro o tratar de alcanzarlo. Su compromiso con la democracia y el interés general debe primar sobre sus deberes con las formaciones a que pertenecen. De no hacerlo así estará en juego la propia supervivencia del sistema. La iniquidad de Trump en su despedida de la Casa Blanca y el lamentable rol desempeñado por el Partido Republicano pueden ayudarles en la reflexión.