Ignacio Camacho-ABC
- Las vigas maestras de la Constitución son para Sánchez material de derribo con el que comerciar en un rastrillo
Pensar que Sánchez tiene un proyecto de demolición del régimen constitucional es una forma de sobrevalorarlo. Eso significaría que es capaz de albergar alguna clase de idea, por perniciosa que resulte, sobre la organización o la estructura del Estado. No hay tal. El designio destituyente, el concepto de ruptura, está en la cabeza de sus aliados: de Iglesias, de Enrique Santiago, de Otegui, de Junqueras y demás independentistas republicanos. El presidente, en cambio, carece de principios dogmáticos; no es más que un yonqui del poder, un adicto con ‘mono’ de viajes en Falcon dispuesto a cualquier cosa por una dosis más de mando. Es ese síndrome de dependencia lo que lo ha vuelto un títere del separatismo y la extrema izquierda, que ha visto en su insustancialidad una irrepetible oportunidad estratégica. El sanchismo ni siquiera constituye un estilo político o una tendencia; sólo se trata de la carcasa de una ambición hueca, de la nave nodriza utilizada como lanzadera por una amalgama de fuerzas liquidacionistas que sí albergan un plan para reventar desde dentro el sistema.
Así, la negociación de cada ley o cada decreto se convierte en un rastrillo donde los fundamentos de la convivencia institucional resultan objeto de un regateo propio del mercado negro. Las vigas maestras de la democracia del 78 son material de derribo a subasta en las negociaciones de los presupuestos. El año pasado, la pieza de mayor valía fue la despenalización moral y política del legado terrorista; en este ejercicio le ha tocado salir a almoneda a la mismísima amnistía, el punto de partida de la Transición, el acta de paz tras la guerra civil que lleva tiempo en el punto de mira de la liga revanchista. Sánchez ha comerciado con ella como si fuese una mercancía de saldo, una vulgar baratija, y encima tiene el cuajo de replicar las críticas alegando -en voz baja, eso sí- que su derogación de facto no tendrá consecuencias retroactivas por falta de enjundia jurídica. Es decir, que ha chalaneado con la reconciliación nacional como si fuese una partida de inversiones en la España vacía o un paquete de transferencias al ‘lobby’ nacionalista. Y como es imposible creer a un gobernante ontológicamente mentiroso ya no se sabe si ha cometido la frivolidad de socavar los cimientos de la concordia por complacer a sus socios o si participa en una operación de fondo para centrar el debate público en una suicida espiral de revisionismo histórico. En un caso u otro, sea mero despropósito irresponsable u oportunismo de demagogo -quizá ambos a la vez- no cabe un juego más peligroso que abrirles la puerta a los demonios del odio.
La Monarquía es el siguiente objetivo de la dinamita derogatoria. El relato que deslegitima la Transición y destruye sus bases simbólicas está diseñado para acabar en la impugnación de la Corona. Y el Gobierno que le ha jurado lealtad la está dejando sola.