FRANCISCO JAVIER MERINO-EL CORREO

  • La división de quienes se opusieron a ETA completa el jugoso negocio político de Otegi, ‘Ternera’ y demás ‘héroes de la guerra’ y hoy de la paz

Se ha extendido la expresión «batalla del relato» para designar la disputa por el discurso que se va a imponer en la sociedad en torno al pasado de ETA y todo lo que rodeó la historia de Euskadi en las últimas décadas. No es un término demasiado adecuado, pero refleja la importancia de elaborar una explicación convincente y susceptible de ser ampliamente aceptada.

El décimo aniversario del final de la violencia proclamado por ETA el 20 de octubre de 2011 ha sido una ocasión para la proliferación de consideraciones sobre el tema. En medio del alud de textos recordatorios y de análisis de toda laya, sin duda el protagonismo lo ha cobrado la declaración de Arnaldo Otegi en la que afirmaba «sentir el dolor de las víctimas» por hechos que «no deberían haberse producido». Es sorprendente comprobar cómo ha conseguido cobrar una relevancia inusitada en los medios de comunicación, sea para aplaudirla o condenarla, una declaración que ya había sido expresada con palabras similares en ocasiones anteriores, que no incorpora ningún análisis ni valoración de quiénes y por qué ejercieron la violencia, y que no muestra la menor repulsa hacia los mismos. Otegi perteneció a ETA, ha tratado siempre a los militantes de esta organización como gudaris comprometidos con la liberación del pueblo vasco. Pretender que la declaración del 18 de octubre supone una ruptura con ese pasado es de una candorosa ingenuidad, en el mejor de los casos.

Es necesario, en consecuencia, preguntarse por qué han alcanzado tanta repercusión las declaraciones de Arnaldo Otegi y Arkaitz Rodríguez. Decía Croce que toda la historia es contemporánea, y en este caso todo invita a una lectura preñada de actualidad y de toma de posición en la configuración de fuerzas que se está pergeñando en el país. Si a la declaración de los representantes de Sortu y de Bildu añadimos el protagonismo otorgado por ciertos medios al denominado proceso de paz emprendido por Eguiguren y Rodríguez Zapatero en los primeros años del siglo, tendremos otra pieza del puzle.

Hasta ahora se nos había vendido que el desistimiento de ETA respondía a una decisión unilateral de la organización terrorista, presionada, eso sí, por un brazo político asfixiado por su ilegalización. Sin embargo, determinados enfoques parecen implícitamente haberse deslizado a otra suerte de explicación, en la medida en que si el protagonismo se otorga a un proceso de diálogo algo se habrá acordado en el mismo que permita relacionarlo con el fin de la violencia.

Dado que pasados algunos años es ciertamente complicado mantener oculto cualquier tipo de acuerdo, habrá que colegir que la importancia otorgada al referido proceso es exagerada y distorsiona la realidad. De nuevo acecha la perplejidad. Si nada se acordó, y así se ha venido sosteniendo por los propios protagonistas, ¿por qué se considera que el diálogo trajo la paz? No estamos ante preguntas gratuitas con respuestas inocuas. Si Eguiguren y Zapatero han sido los artífices de un lado, por el otro los interlocutores más destacados fueron Otegi y ‘Josu Ternera’ (luego sustituido por ‘Thierry’).

No sería de buen gusto ponderar la contribución de quienes se sentaban a un lado de la mesa e ignorar a los de enfrente. Habrá que convenir, en consecuencia, que el relato conduce a bendecir las figuras de estos dos antiguos miembros de ETA, el segundo de ellos como reconocido dirigente. El lavado de la imagen de ‘Ternera’ lleva tiempo en marcha. Ha estado presente en la Asamblea Nacional francesa, ha recibido sonados apoyos de esa izquierda estrábica que confunde queja infinita con opresión y se le presenta, con éxito en ocasiones, como hombre fundamental para la paz.

Que el PSOE y la izquierda española se estén prestando a un juego de prestidigitación tan macabro dice muy poco de su coherencia. Es curioso que en sectores de la derecha circule igualmente la especie de que todo el proceso responde a un conjunto de pactos ocultos que desde Zapatero a Sánchez, pasando por Rajoy, habrían propiciado una traición a los muertos, a las víctimas, a sus familias y a todos los españoles.

Es posible que el mayor problema de la explicación más racional y convincente, aquella que centraría las causas del final de ETA en la labor policial y judicial, en la movilización de una parte de la ciudadanía vasca, en la pérdida de apoyos del nacionalismo radical, en el desprestigio de la violencia ante el auge del terrorismo yihadista…, es que no tenga el suficiente atractivo como relato a la altura de la espectacularidad y los golpes de efecto que los tiempos requieren. En eso Otegi y la mal llamada izquierda abertzale -es difícil catalogar de izquierda a quien tiene ese pasado, y un presente cuyo núcleo central es la defensa del nacionalismo de los ricos- juegan con ventaja. La división de quienes se opusieron a la barbarie y pagaron por ello completa el jugoso negocio político en el que están Otegi, ‘Ternera’ y demás ‘héroes de la guerra’ antes y de la paz hoy.