- Su marcha precariza la coalición de Gobierno, engrandece el perfil de Ayuso y entrega a Díaz un partido desvencijado y herido. Un ejercicio autodestructivo
La decisión de Pablo Iglesias de dejar la vicepresidencia segunda del Gobierno para dar la batalla en las elecciones autonómicas del 4-M en Madrid tendría alguna lógica si el propósito, previamente consensuado, fuese el de encabezar una lista de unidad de todas las opciones de izquierda (PSOE, Más Madrid y Podemos) con solventes posibilidades de ganar por mayoría absoluta —o suficiente— y ser investido presidente de la comunidad.
Sin embargo, el secretario general de los morados no parece haberse garantizado ni lo uno ni lo otro. Por el contrario, que él pueda ser el galvanizador de la unión de las izquierdas en Madrid resulta inverosímil y que sin tal agrupación lleguen los partidos de ese espectro a superar a la suma de escaños de PP y Vox es improbabilísimo. Más aún cuando, en el supuesto de que Ciudadanos superase el 5% y entrase así en la Asamblea de Vallecas, los naranjas jamás votarían una coalición en la que Podemos estuviese incluido.
Eso acaba de suceder con su aventada y sorprendente decisión. Porque, con su marcha, deja tocado el Gobierno de coalición por el que tanto suspiró, a la vez que libra a Pedro Sánchez de su contradictoria presencia en el Consejo de Ministros, lo que sugiere una huida preventiva ante su fracaso gestor en el Gabinete y el fin del ninguneo al que el secretario general del PSOE le sometía a la chita callando.
Su abandono del Ejecutivo convierte en irreal la coalición y la precariza sin remedio, mucho más cuando otorga testamento en favor de la ministra menos ajustada al modelo de dirigentes de Unidas Podemos. No es demasiado especulativo sospechar que Pedro Sánchez, con los Presupuestos aprobados y a la vista de los resultados del 4-M en Madrid, y después de implementar la primera fase de los fondos europeos, disuelva las Cámaras y convoque elecciones generales.
Y este es el relato para descifrar a un hombre sin brújula, sin un esquema consistente de referencias personales e ideológicas, que comenzó traicionándose a sí mismo con la compra de un chalet en Galapagar y colocando a su compañera en el Consejo de Ministros y termina por dejar un Gobierno por el que luchó de modo insomne y entrega la primogenitura a la ministra más alejada de las coordenadas de Podemos, un partido que transmite desvencijado, en caída libre electoral y en el que no tiene enemigos porque los ha fulminado a todos.
Y, para rematar, pretende competir en el territorio más adverso de todos los posibles para Podemos y para él mismo, sobredimensiona a la candidata de la derecha “criminal” (sic) y —dados su discurso y actitud— estimula una histórica movilización de las derechas con el riesgo de que no ocurra lo mismo en las izquierdas en cuyas querellas internas ha intervenido siempre a sangre y fuego.
El relato de Iglesias es el de su autodestrucción cuando podía haber sido bien diferente si Podemos hubiese aprovechado la quizás irrepetible ocasión del 10-N de 2019 para institucionalizarse y convertirse en un fuerza de izquierda que, como otras en Europa (ahí están los Verdes en Alemania), adquiriese en el poder lo que le faltaba: sentido de Estado, estrategia, capacidad performativa —las palabras que transforman la realidad— y una aportación constructiva a la convivencia. Nada de eso ha supuesto Podemos bajo el liderazgo de Pablo Iglesias que está escribiendo el epílogo a una experiencia fallida: la suya y la de su partido al que acude el líder en su auxilio como el “deus ex machina” de las tragedias griegas.