Ignacio Varela-El Confidencial
- Las únicas elecciones autonómicas que responden a una lógica propia son las de Cataluña, Euskadi, Galicia y -en parte- Andalucía. Todas las demás se instrumentan sistemáticamente al servicio de los juegos de poder a nivel nacional
No hay una sola razón específicamente regional que explique la celebración de estas elecciones en Castilla y León. Ni la convocatoria en sí, recortando abruptamente la legislatura en 15 meses, ni mucho menos la fecha elegida, que responde al propósito exclusivo de privar a los partidos -especialmente a los emergentes– de todo margen de actuación.
Nadie ha creído ni por un momento el cuento de que Mañueco se vio forzado a disolver las Cortes regionales para atajar una operación urdida por Ciudadanos. Ni siquiera el PP se ha esforzado en insistir en esa mandanga. Si hay un partido que no quería verse ante una elección anticipada era precisamente Ciudadanos, cuya vida está en peligro cada vez que se abren las urnas.
Tampoco existe nada en la situación social o económica de Castilla y León que justifique una convocatoria de emergencia. Esta elección se ha planteado descaradamente como pieza de un dominó estratégico diseñado en Génova 13, con motivaciones y finalidades rigurosamente ajenas a los problemas de los habitantes de esa región, a quienes maldita la falta que les hacía verse obligados a votar extemporáneamente un nuevo parlamento y gobierno de los que sólo puede salir, como gran novedad, la permuta de Ciudadanos por Vox como compañero de viaje del Partido Popular.
Al parecer, el sentido de esta elección tiene que ver con la necesidad de inyectar vitaminas al desfalleciente liderazgo de Pablo Casado; o de mostrar a Ayuso que ella no es la única baronesa del PP capaz de ganar elecciones; o de someter a Sánchez a una sucesión de derrotas territoriales que lo debiliten de cara a las generales; o de dar un paso más en la liquidación de Ciudadanos para despejar el espacio de la derecha; o de preparar el terreno para el siguiente golpe -ese sí, casi decisivo- que vendría en Andalucía.
En todo caso, nada que ver con Castilla y León y sus ciudadanos. Una comunidad autónoma de 94.000 kilómetros cuadrados y dos millones y medio de habitantes, convertida en campo de experimentación de estrategias foráneas. Su presidente, tratado -consentidamente- como una marioneta. Y sus electores, como cobayas en un laboratorio de ingeniería electoral.
Así se interpretan también anticipadamente los posibles resultados. Si el PP consigue la mayoría absoluta, será un gran triunfo de Pablo Casado en su camino a La Moncloa. Si queda lejos de ella, temblará el liderazgo nacional del PP y Moreno Bonilla tendrá que reconsiderar su propia agenda. Si el PSOE se desploma, Sánchez deberá empezar a pensar seriamente en despegarse de sus pringosas compañías (si es que no lo está haciendo ya). Si Vox entra en el Gobierno regional, lo importante no será lo que haga con las parcelas que le corresponda gestionar, sino cómo ello perturbará la estrategia nacional del PP y movilizará reactivamente a la izquierda. Si la España Vaciada emerge con fuerza, a nadie le importa lo que sus procuradores hagan en las Cortes regionales, pero proliferarán aún más las especulaciones sobre el número de diputados que eso puede mover en el futuro Congreso de los Diputados.
¿De qué manera afectará el resultado de esta elección a la economía de Castilla y León, a la gestión sanitaria y educativa, a la pandemia o incluso a la trágica despoblación? A nadie le importa, empezando por quien ordenó la convocatoria (que no es el mismo que la firmó). Al parecer, es mucho más interesante para analistas y tertulianos vislumbrar si, llegado el caso, el diputado de ¡Soria Ya! y los demás que en su día consiga la España Vaciada en el Congreso estarán disponibles para entronizar a Sánchez o a Casado.
Así se desarrolla también la campaña. Aznar acude a Castilla y León, ¿a echar una mano a Mañueco? No, a echar una bronca pública a Casado. Sánchez y Yolanda Díaz se borran preventivamente de la campaña por autoprotección. Los líderes regionales son todos de segunda división y repiten como papagayos los argumentarios que les redactan en Madrid (excepto Igea, que más que en una campaña electoral parece embarcado en una vendetta personal). Se pide el voto de los castellanos y leoneses para echar a Sánchez, o para encumbrar a Casado, o para consagrar el poderío de Vox, cuyo acto de campaña más descollante ha sido congregar en Madrid a los líderes de la extrema derecha europea.
El Partido Popular trata de mimetizar la operación de Ayuso en Madrid y calca su estrategia y su discurso, olvidando que nada es igual: ni las características del territorio, ni la circunstancia política, ni el jamelgo con el que disputa la carrera, ni el auditorio al que se dirige. Olvidando sobre todo que, en política, nada garantiza que lo que una vez salió bien haya de salir siempre bien (ese es el encanto de la cosa).
El 100% de los análisis que en estos días subrayan la importancia del 13-F lo refieren únicamente a su posible impacto en la política nacional
No es la única vez que esto sucede, ni será la última. Admitamos que las únicas elecciones autonómicas que responden a una lógica propia son las de Cataluña, Euskadi, Galicia y -en parte- Andalucía. Todas las demás se instrumentan sistemáticamente al servicio de los juegos de poder a nivel nacional, sin que a nadie parezca importarle lo que esté en juego para sus ciudadanos.
El 100% de los análisis que en estos días subrayan la importancia del 13-F lo refieren únicamente a su posible impacto en la política nacional. Esto delata que no creemos realmente en el Estado de las autonomías. Elegir un presidente y un Gobierno autonómico -o, en su momento, un alcalde- debería ser algo prioritario en sí mismo, tanto como para merecer atención completa cuando llega el momento, sin necesidad de subordinarlo a otros objetivos o derivaciones.
Tras estas elecciones, Castilla y León se saldrá definitivamente del turno de elecciones autonómicas empaquetadas con las municipales. Con el tiempo cundirá el ejemplo y se llegará a una situación muy natural en los Estados federales, en los que cada territorio elige sus órganos de gobierno según su calendario propio, lo que significa (véase Alemania) que cada año hay al menos dos o tres elecciones en distintos länder.
Para que eso funcione sin que todo se infecte, hay que respetar el derecho de los ciudadanos a elegir tranquilamente a sus mandatarios regionales o locales sin que ello conduzca a poner el país patas arriba cada vez que alguien en un pueblo abre una urna. Que renunciemos a convertir cada elección autonómica en una prueba de estrés que pone en cuestión toda la política nacional, y que cada voto sirva para lo que dice la papeleta. Como de costumbre, abandonen toda esperanza.