ALBERTO LÓPEZ BASAGUREN-EL CORREO

  • Solo son robustas las democracias que llevan a sus órganos constitucionales de control a profesionales de prestigio y demostrada independencia de criterio

La elección, finalmente, de los dos magistrados del Tribunal Constitucional (TC) que corresponden al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) da un respiro en la confrontación entre los dos grandes partidos y sus respectivos sectores en la renovación de los órganos constitucionales. Cualquiera que haya sido el motivo que ha llevado al sector progresista a eludir la lucha de carneros que venía protagonizando con el sector conservador, haciendo posible un acuerdo unánime, es de agradecer y debe ser bienvenido.

El desbloqueo de la renovación del TC que ese acuerdo supone es un alivio. Pero los problemas de fondo que se han puesto de relieve en esta crisis siguen ahí y es necesario ponerles remedio, si no queremos que el sistema institucional siga deteriorándose.

Para empezar, pongamos las cosas en su sitio. La confrontación en torno a la renovación de los órganos constitucionales, planteada por los partidos en liza como una lucha por su control, deteriora el sistema institucional y la calidad de nuestro sistema democrático. Pero, frente a lo que sostienen algunas voces con ligereza, no estamos ante nada comparable a lo que ocurre en países como Polonia o Hungría. La lectura de los informes de distintas instituciones de la UE y de decisiones de su Tribunal de Justicia sobre esos países y su comparación con nuestros problemas muestran la enorme diferencia en el orden de magnitud entre la crisis de aquellos y la nuestra. Ello no debe consolarnos. Nuestro deterioro institucional debe preocuparnos porque necesitamos un sistema democrático de la más alta calidad, como «democracia plena» en términos internacionales.

El problema en relación con la renovación de los órganos constitucionales de control tiene dos niveles diferentes. Hay un problema ‘superficial’ -de superficie-, que es muy llamativo y, ciertamente, de gran importancia en su funcionamiento normal, del que forma parte indispensable su regular renovación, de acuerdo a lo establecido en la Constitución y en las leyes. El PP ha mostrado históricamente una querencia especial a bloquear su renovación cuando pasa a la oposición, planteando objeciones a la aplicación de la ley o de los criterios consolidados entre los partidos que no plantea mientras está en el gobierno. Es la tercera ocasión en que bloquea la renovación del CGPJ -esta vez son ya cuatro años-, en la esperanza de que una victoria en las próximas elecciones le permita encadenar dos mayorías de sus elegidos en ese órgano. Eso es muy tramposo. El ejemplo, proponiendo un método mejor, hay que darlo cuando se está en el gobierno y se tiene mayoría parlamentaria para establecerlo.

El bloqueo en la renovación de los órganos constitucionales de control ha llegado a ser de tal calibre que es indispensable establecer legalmente válvulas de seguridad que se activen para impedirlo en caso de actitud recalcitrante que haga imposible la sustitución de quienes han concluido su mandato. Se ha llegado al esperpento. Sobre la base de una interpretación puramente literalista de la Constitución, a quien bloqueaba se le reconocía la capacidad de impedir que cumpliese su obligación quien quería hacerlo. El mundo del revés: se legitimaba la obstrucción y se demonizaba el cumplimiento de la obligación constitucional. Pero las previsiones dirigidas a eludir el bloqueo recalcitrante no pueden hacerse de forma chapucera, como se ha intentado hacer, fallidamente, durante este periodo, por parte del Gobierno y de los partidos que lo sostienen. Entre otras razones, porque, como se ha demostrado en este proceso, acaba invistiendo de alguna legitimidad la actitud de quien impide el cumplimiento de la obligación constitucional.

Pero hay un problema de fondo en todo este asunto que tiene efectos más profundamente nocivos desde el punto de vista estructural: el reparto de cuotas entre los partidos para la designación de quienes integran los órganos constitucionales de control y la práctica, ya consolidada de forma casi generalizada, de proponer para esos órganos a personas con un perfil que podríamos caracterizar como ‘fieles de partido’, aceptados mutuamente por las partes; por eso hay ‘sectores’ de cuyos integrantes se sabe anticipadamente lo que se puede esperar.

En sistemas como el nuestro, las mayorías parlamentarias se reflejan necesariamente en los órganos constitucionales de control. Pero solo son robustas las democracias que designan para ellos a personas que, aun siendo de uno u otro ámbito ideológico, son profesionales del máximo prestigio, que han demostrado independencia de criterio. No se conoce otro antídoto frente a la subordinación partidista de órganos de los que, cuando todo lo demás falla, depende la salud del sistema democrático. ¿Debemos perder toda esperanza?