Jesús Cacho-Vozpópuli

  • Felipe VI se ha dejado. Ha permitido que este Gobierno felón le haya ido arrinconando.

Bochornoso espectáculo el contemplado este viernes en Las Salesas. El jefe del Estado en medio de dos ladrones. A su izquierda, Félix Bolaños, el teórico ministro de Justicia dedicado a aporrear jueces y fiscales por encargo de su amo; a su derecha, Álvaro García Ortiz, un tipo al que le falta un suspiro para sentarse en el banquillo como reo de graves delitos. Un dizque Fiscal General del Estado dispuesto a arrastrarse ante Sánchez, que será juzgado en el mismo palacio de justicia donde el viernes se desarrolló el esperpento. Se oficiaba la apertura del año judicial, y el evento había levantado enorme expectación tras la decisión del líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, de no validar con su presencia la mascarada que allí se representaba. La cara del Monarca reflejaba el tamaño de la ofensa: allí se estaban oficiando los funerales de la Monarquía Parlamentaria, porque el Rey, sometido a toda clase de humillaciones por el socialismo rampante, parece cada vez más aislado, más desasistido, más convertido en un apéndice inútil del drama español, más perdido en el silencio cómplice en que se ha refugiado desde octubre del 17, y de la democracia española ya no queda casi nada, porque el sátrapa que nos gobierna la ha vaciado de contenido y nos acaba de decir, con esos ojos de espanto, ojos de enajenado, que ahora luce, que seguirá en el poder aún en el caso de que por tercer año consecutivo carezca de Presupuestos, careciendo ya, como aseguran las encuestas, de cualquier tipo de legitimidad para ocupar la presidencia del Gobierno.

Felipe VI o la imagen de un rey prisionero al que este Gobierno de extrema izquierda maneja con total desparpajo haciéndole perder a tirones el traje de su dignidad real. A merced del reeditado «Pacto de San Sebastián» entre las izquierdas de toda laya y los separatistas catalanes y vascos, el titular de la Corona ha dilapidado con su silencio el enorme capital de prestigio que acumuló con su valiente discurso del 3 de octubre de 2017 y hoy ese “rey desnudo” al que nadie se atreve a señalar con el dedo pero al que pocos osan defender. Es verdad que el texto constitucional es taxativo al delimitar el papel del monarca y reducirlo casi al de mera representación del Estado. Dicho lo cual, mantiene facultades que no ha querido o no ha sabido ejercer. “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones…” dice el punto 1, Art 56, Título II (De la Corona). Y el Art 62 h) señala que corresponde a S.M El Rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas, lo que no parece poca cosa. Por tanto, Felipe VI es el supremo órgano de mando del Ejército, a quien la carta Magna otorga como misión “garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”. Repito, no parece poca cosa.

Pero Felipe VI se ha dejado. Ha permitido que este Gobierno felón le haya ido arrinconando. Si no se hubiera dejado tendría que haber llamado a capítulo en los días previos al acto del viernes en Las Salesas al presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ y al jefe de Gobierno para haberles leído la cartilla, en el ejercicio de su potestad moderadora del funcionamiento regular de las instituciones. Dicho en plata, ustedes no pueden someter a mi persona y a la institución que represento al oprobio de tener que soportar una apertura del año judicial presidida por un presunto delincuente. Y previamente tendría que haberse negado, este miércoles, a recibir en audiencia en La Zarzuela al susodicho con motivo de la entrega de la memoria anual de la Fiscalía. Claro que probablemente antes tendría que haberse plantado ante Sánchez y haberle exigido –”arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”- la dimisión, como hubiera sido normal en cualquier país democrático, del FGE en el mismo momento en que comenzó a ser investigado. Claro que, con mayor razón aún, mucho antes tendría que haberse plantado ante una Ley de Amnistía que convierte poco menos que en héroes a los alzados contra el Estado en Octubre de 2017, más tarde condenados por sentencia firme del Supremo, una Ley que ha dinamitado (“Estamos viviendo momentos muy graves para nuestra vida democrática. Determinadas autoridades de Cataluña, de una manera clara y rotunda, se han situado totalmente al margen del derecho y de la democracia. Han pretendido quebrar la unidad de España y la soberanía nacional…) los cimientos mismos del célebre discurso del 3 de octubre del 17 que tanto caudal de prestigio aportó a la Corona y a la propia personal del Monarca.

Dicho en plata, ustedes no pueden someter a mi persona y a la institución que represento al oprobio de tener que soportar una apertura del año judicial presidida por un presunto delincuente

A Juan Carlos I (“¿por qué no te callas?”) esto no le hubiera ocurrido. Juan Carlos I no hubiera consentido pasar por la humillación de tener que escuchar el discurso de un protodelincuente que ya está contando los días que le quedan para sentarse en el banquillo. “Arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”. Juan Carlos I hubiera usado ese poder de arbitraje. Juan Carlos I, con todos los defectos que hemos ido conociendo con el paso del tiempo y que ya quedaron retratados hace casi 30 años en “El Negocio de la Libertad”, llamó a capítulo a los líderes de los partidos políticos tras la dramática asonada del 23-F, les convocó en palacio y les leyó la cartilla. Y de allí salieron todos encantados, alabando la determinación de un Monarca que había “salvado la democracia”. De allí salieron otras cosas que vigorizaron el sistema, como la famosa Loapa. Pero el hoy Emérito mandaba, disponía de la auctoritas de quien, arrojando al arroyo los principios del Movimiento, había hecho posible la llegada de la democracia a España. Juan Carlos tenía carisma, tenía poder y lo ejercía, a menudo en exceso como prueban los numerosos rifirrafes que le enfrentaron con los distintos presidentes del Gobierno (quizá con Felipe González el que menos).

Hay quien sugiere que si el régimen no hubiera llegado tan exangüe a la ribera de junio de 2018, tan castigado por una partitocracia corrupta, tendría que haber impedido la llegada al poder de un sujeto como Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Lo pudo hacer Felipe VI en la primavera de ese año. Tras el fracaso de la intentona de Feijóo de formar Gobierno, el Monarca pudo haber dilatado el nombramiento de un nuevo candidato hasta haber agotado las consultas con todos los grupos parlamentarios (hubo unos cuantos que se negaron a acudir a Zarzuela) como forma de consumir los dos meses de plazo preceptivo, tras los cuales hubiera sido obligada la convocatoria de nuevas elecciones. Pero eso hubiera exigido la presencia al frente de la derecha de un hombre dotado de algún tipo de fibra política y moral en lugar de esa miseria apellidada Rajoy. Hubiera demandado, sobre todo, un Monarca fortalecido con suficientes apoyos por parte de los llamados poderes fácticos. Este es un país sin cuadernas, un país al pairo, sin elites dignas de tal nombre. El país “sin pulso” del que hablaba Silvela. Felipe VI, un hombre intelectual y moralmente mejor dotado que su padre, un demócrata sin tacha, tipo dialogante y honesto, probablemente el mejor Borbón que ha pisado las Españas, es al mismo tiempo, o tal parece, un hombre medroso que, la prudencia por bandera, camina con el freno de mano echado, siempre dispuesto a soportar (quizá en el inconsciente el recuerdo de las dos dictaduras de derechas del siglo XX, en opinión de Juan Jose Linz) los desplantes, cuando no las abiertas ofensas, del autócrata que nos Gobierna, seguramente mal influido por la mujer que eligió por esposa y peor asesorado por sus edecanes. Los Aza, CotonerPuig de la Bellacasa y Sabino de que dispuso su padre en Zarzuela, hombres capaces de decirle “no” en el momento oportuno, ya no existen, sustituidos por tipos elegantísimos, educadísimos y acollonadísimos ante la sola posibilidad de que el Rey, mando supremo de las Fuerzas Armadas, pueda decir una palabra susceptible de molestar al corrupto universo socialista y a su capo, el jefe de la banda.

Juan Carlos I no hubiera consentido pasar por la humillación de tener que escuchar el discurso de un protodelincuente que ya está contando los días que le quedan para sentarse en el banquillo

Un Monarca sin apoyos porque nuestros ricos están a la cuenta de resultados. Los ricos están a lo suyo y al país que le vayan dando. Callados, con ese silencio cobarde que les distingue desde siempre, y no pocos de ellos militando en el campo enemigo, encamados con el sanchismo, encantados de trapichear con La Banda, porque ambas partes han venido al mundo con el único objetivo de hacerse ricos. También los prohombres, empezando por Romanones, que en los dramáticos días de abril de 1931 rodeaban a Alfonso XIII se habían comprometido ya en secreto con la Agrupación al Servicio de la República (OrtegaMarañónPérez de Ayala). Ellos le franquearon a las 9 de la noche de aquel 14 de abril la llamada Puerta Incógnita, la misma que utilizó tantas veces para salir en secreto de Palacio, puerta que atravesando los jardines del Campo del Moro y el Túnel de Bonaparte, construido expresamente para una eventual evasión de los monarcas, le pondría en franquía camino de Cartagena, dejando a la familia real a merced de las turbas que vivaqueaban en la Plaza de Oriente. Se lo dijo Juan de la Cierva, ministro de Fomento del Gobierno Aznar, último de la monarquía. “Usted no se puede ir, Señor”. Lo cuenta así en sus “Notas de mi vida”: «Señor -le dije-, si Vuestra Majestad desea y puede formar otro Gobierno, es cosa que está dentro de sus facultades y a los demás únicamente nos corresponde reservar o exponer su juicio y acatar su resolución. Pero, lo de ausentarse en la forma que ha expuesto, permítame que le diga con toda lealtad y franqueza, movido por el deber que con España y con V. M. tengo, que no lo puede ni lo debe hacer. Esa ausencia sería la renuncia a la Corona, que no es suya…” De la Cierva estaba convencido de que “si el Rey se va, España cae en el abismo”, y de que su renuncia al trono traería aparejado “un periodo de turbulencia, empobrecimiento y derramamiento de sangre”. No se equivocó. Pero Alfonso, cobarde al fin, había decidido salir huyendo desde que la noche anterior, tras los visillos de sus aposentos en Palacio, olfateara el espectáculo de una Plaza de Oriente convertida en una verbena revolucionaria de gentes que pedían la muerte de la familia real. Más asustada aún estaba la reina Victoria Eugenia, con el atroz destino in mente, apenas 13 años antes, de su prima la emperatriz Alejandra, de su esposo el zar Nicolás II y de todos sus hijos.

-Yo no puedo consentir que con actos de fuerza para defenderme se derrame sangre, y por eso me aparto de este país -había dicho Alfonso.

-¿Cómo -exclamé- es que se ha pactado la entrega de la Monarquía y el advenimiento pacífico de la República?

-Sí -me contestó enérgicamente Romanones-. He tenido una entrevista con Alcalá Zamora [celebrada en secreto en el despacho de Marañón en Serrano 43] y para salvar la vida del Rey y de la familia Real se ha convenido en entregar el Poder esta tarde y que el Rey salga inmediatamente para el extranjero.

Los Romanones de turno tendrían, no tardando mucho, sangre y deshonor a raudales.

Felipe VI, compendio de discreción y buen estilo, no pasa, por desgracia, de ser hoy una pieza de museo que este Gobierno canalla maneja a conveniencia. Ahora quieren mandarlo a China en viaje oficial como hoy mismo se cuenta aquí, para refrendar con su presencia la condición del tándem Zapatero-Sánchez, por este orden, como portaestandartes en la UE del régimen comunista chino con la vista puesta en los pingües negocios que ello les reportará. Un Jefe del Estado desprovisto de cualquier facultad ejecutiva y por tanto sometido a los caprichos de un Gobierno que, si a las evidencias hemos de atenernos, sueña con un cambio de régimen para imponernos esa República Plurinacional portadora de todas las bienaventuranzas socialistas; un hombre aislado en Zarzuela, una figura decorativa a la que exhibir cuando ocurre alguna catástrofe natural, que corre el riesgo de ir perdiendo de forma paulatina los apoyos de esos millones de españoles, más o menos centrados, que hasta ahora le han respaldado. Un personaje sin soportes efectivos, a quien una sacudida revolucionaria auspiciada por un bandolero dispuesto a aferrarse al poder podría poner en fuga sin que nadie saliera a defenderlo. La Monarquía es el último bastión, el objetivo a batir por este nuevo Pacto de San Sebastián que, con Sánchez al frente, se dispone a poner abrupto final al régimen del 78. Y no hay salida, caminamos aceleradamente hacia el definitivo choque de trenes, hacia la crisis letal. Por eso es tan importante, diríase que trascendental, la unidad de acción de las dos derechas españolas. Para España llega el momento del ser o no ser, en el que el Rey deberá asumir, dentro del marco constitucional, la responsabilidad de protagonizar ese puñetazo en la mesa capaz de evitar el suicidio de la nación y la destrucción de su Estado. El auténtico momento de la verdad para Felipe VI. Muchos siguen confiando en que no nos defraudará.

La consigna sanchista es «aquí no pasa nada»: No pasa nada por gobernar con el apoyo de los del tiro en la nuca. No pasa nada por aprobar una amnistía delictiva…

Quien no ha defraudado en el episodio de la apertura del año judicial ha sido Núñez Feijóo. Tampoco lo ha hecho la presidenta del CGJP y del TS, Isabel Perelló, con su vigorosa defensa de la independencia de los jueces ante los enemigos de la separación de poderes y de nuestras libertades. Parece que en Génova 13 por fin se ha hecho la luz y han decidido romper de una vez por todas con esa ficción de realidad, realidad inventada, falsificada, con la que el sanchismo y su metalenguaje pretenden conducir al rebaño hasta los predios de la dictadura. La consigna sanchista es «aquí no pasa nada»: No pasa nada por gobernar con el apoyo de los del tiro en la nuca. No pasa nada por aprobar una amnistía delictiva. No pasa nada por otorgar al separatismo catalán un nuevo “cupo” que pagará el resto de los españoles. No pasa nada por sentar junto al Rey y ante el Poder Judicial a un presunto delincuente a punto de sentarse en el banquillo. Y sí que pasa. Pasa que nos gobierna un autócrata decidido a aplastar nuestro Estado de Derecho. Y pasa que es hora de poner pie en pared.