- Felipe VI y Pedro Sánchez llevan vidas políticas casi paralelas: el temor llegará cuando se crucen
El Rey Felipe y Pedro Sánchez son coetáneos y aunque el primero tenía escrito un destino y el segundo se lo escribió, entre borrones y renglones torcidos, sus vidas públicas han ido casi paralelas: uno llegó al trono hace diez años, justo en el tiempo en el que el ahora presidente inició su largo asalto al PSOE y, a continuación, al poder.
Aquel 2014 se perpetró el primer gran golpe del populismo, con la abdicación forzada de Juan Carlos I, víctima germinal de un proceso de sustitución de la democracia liberal nacida en el 78 por un régimen frentepopulista que entonces arrancó y ahora está a punto de imponerse.
Los errores personales del Rey desterrado ayudaron a poner en marcha ese proceso, dándole a los enemigos de la Transición una coartada para justificar su proyecto de destrucción del «Régimen del 78», tildado de burdo apaño de las élites franquistas para mantener el poder de siempre, envuelto en una carcasa seudodemocrática más presentable.
Cargarse a Juan Carlos, que no fue el único artífice del salto del franquismo a la Constitución pero sí el primero de todos y su mayor símbolo, facilitó el relato: dejarlo caer y a continuación arrastrarlo por el lodo fue el primer error de quienes, quizá con la mejor intención, pensaron que al tragar con ese sacrificio humano se calmaría la sed de sangre de los nuevos dioses populistas.
Sánchez ganó también aquel año las Primarias, beneficiado por la lucha interna de las huestes de Rubalcaba y las de Susana Díaz, con una victoria muy similar a la que llevó tiempo después a Pablo Casado a la jefatura del PP, aprovechando el hueco que dejaba la pelea entre Dolores de Cospedal y Soraya Sáenz de Santamaría por suceder a Rajoy.
El ahora secretario general del PSOE y presidente no hubiera ganado nunca aquel referéndum, en el que apenas 130.000 votantes decidieron el futuro del país, si a Susana Díaz no le hubieran puesto rivales internos para entorpecer su desembarco en Madrid por aclamación cuando aún no había ganado en Andalucía nunca y solo era presidenta por la brusca salida del luego condenado José Antonio Griñán. Es historia, pequeña en apariencia, pero de graves consecuencias.
Porque desde entonces, con un Rey más ocupado en salvar la Corona que a su propio país, probablemente porque lo segundo es inviable sin lo primero resuelto, todo en Sánchez ha venido marcado por ese pecado de origen: llevó a su partido al enfrentamiento civil, presentando a sus propios compañeros como colaboracionistas de la derecha por negarse a pactar con el separatismo y el populismo a la vez; provocó el bloqueo de España por su negativa a asumir sus derrotas electorales, hasta dos en seis meses y, por resumir, interpuso una moción de censura artera para salvarse a sí mismo de su ajusticiamiento a manos de su propio partido.
En el pecado de Sánchez siempre ha estado la penitencia, como en Fausto con Mefistófeles, y el precio de su codicia ha sido dejarse intervenir por el mismo tipo de partidos, dirigentes y objetivos que condujeron a España a una Guerra Civil por el colapso de la República: aquella pinza de revolucionarios y separatistas sigue hoy vigente, con un presidente más parecido a Largo Caballero que a Azaña para terminar de rematar el estropicio.
Todo lo que ha visto el Rey, a menudo entre la incomprensión de sus propios seguidores, le otorga el derecho a mantener la confianza en él y a entender que tiene un plan sensato, por mucho que duela ver que la amnistía a Puigdemont es, a la vez, una grosera enmienda a su mejor discurso en aquel convulso 2017, clave para activar la respuesta del Estado de derecho ante los insurgentes catalanes.
Pero algo le queda por ver, y quizá sea la prueba definitiva: si Sánchez da el paso contra la Corona que el PSOE ya ha dado en Navarra y Mallorca, la disputa será inevitable. Quienes conocen los vericuetos de la relación entre La Zarzuela y La Moncloa aseguran que, pese a las apariencias, Sánchez ha ayudado a la institución con buen criterio.
Pero quienes conocemos al personaje, recordamos qué contaba y qué pedía para ganarle las Primarias a Eduardo Madina: si él, un socialdemócrata europeísta, no lograba la victoria, el PSOE caería en las garras de la izquierda más radical, justo lo que él encarna complacido ahora. Creer que, pase lo que pase, no abrirá el melón republicano, es por ello una temeridad. El escorpión, al final, siempre pica a la rana.