Jesús Cacho-Vozpópuli

El 2 de junio de 1933, hoy hace exactamente 91 años, el presidente de la Segunda República, Niceto Alcalá Zamora, ratificaba por fin la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas aprobada el 17 de mayo anterior por las Cortes constituyentes republicanas. Su rúbrica ponía fin a intensos debates en torno al asunto que más pasiones levantó y que más graves consecuencias -por encima de la reforma militar, el reconocimiento de la autonomía catalana y vasca, el voto femenino o el plato fuerte de la reforma agraria-, acabaría teniendo para el futuro de la República: la llamada cuestión religiosa. Don Niceto estampó su firma en la Gaceta de Madrid el último día hábil de los que disponía para hacerlo, tras agotar los 15 de plazo que la Constitución le concedía para promulgar los proyectos legislativos salidos de las Cortes. Esa tardanza fue la primera de las formas que el ilustre tribuno de Priego encontró para manifestar su protesta contra una ley que hería su sensibilidad de católico ferviente. La segunda, mucho más contundente y explícita, fue la coletilla que incluyó a pie de firma para poner de manifiesto su oposición a la nueva norma.

Como es sabido, las Cortes Constituyentes republicanas debatieron el proyecto de Constitución que en su artículo 3º estableció “El Estado español no tiene religión oficial”. En congruencia con ese precepto, las Constituyentes abordaron el debate sobre la situación de las órdenes religiosas y la necesidad de una definición jurídico-constitucional de las mismas en el texto constitucional. Fue ese debate, que transcurrió entre el 13 y el 14 de octubre de 1931, el que desencadenó la primera gran crisis del Gobierno Provisional de la República, cuyo jefe era Alcalá Zamora. Inicialmente se planteó la supresión de todas las órdenes religiosas, sin excepción alguna. Sin embargo, la posición más templada de Manuel Azaña, volcado en evitar una crisis gubernamental, en su discurso del 13 de octubre de 1931, terminó prevaleciendo. En consecuencia, la mayoría acabó aceptando que la única orden religiosa disuelta sería la Compañía de Jesús y así quedó expresado en el artículo 26 de la Constitución, que obligaba a desarrollar dicho precepto en una Ley especial.

Esa tardanza fue la primera de las formas que el ilustre tribuno de Priego encontró para manifestar su protesta contra una ley que hería su sensibilidad de católico ferviente

A pesar de ello, Alcalá Zamora, presidente, y Miguel Maura, ministro de la gobernación, católicos ambos y miembros de la derecha republicana, presentaron su dimisión. Azaña (“España ha dejado de ser católica”) se convirtió así en jefe del Gobierno Provisional por encargo de Julián Besteiro, presidente de las Cortes Constituyentes. Una vez aprobada la Carta Magna (9 de diciembre de 1931), Alcalá Zamora fue elegido Presidente de la República. Y una de sus facultades, establecida en el artículo 83 de la Constitución, era la de promulgar las leyes sancionadas por el Congreso en un plazo máximo de 15 días desde que se le comunicara dicha sanción. Por eso, el proyecto de Ley de Congregaciones Religiosas enviado por el Gobierno a las Cortes el 14 de octubre de 1932 hacía prever una hipotética crisis institucional en el momento que se sometiera su promulgación a la firma del Presidente de la República, cosa que terminó ocurriendo en mayo de 1933. ¿Cómo afrontó Don Niceto el envite? De dos formas, retrasando todo lo que pudo su firma sin forzar una crisis institucional, y utilizando una fórmula que dejó a salvo su responsabilidad: “Visto el texto de la ley decretada y sancionada por las Cortes, en cumplimiento del artículo 26 de la Constitución, procede promulgarla”. La ley, de la que apenas se cumplió del todo un solo artículo y que causó la desafección de la inmensa mayoría de los católicos con el régimen republicano, se publicó efectivamente el 2 de junio de 1933.

El antecedente histórico muy grosso modo aquí relatado viene a cuento de la situación que hoy enfrenta Felipe VI, un rey en la encrucijada, con motivo de la Ley de Amnistía que el jueves 30, un día para la infamia de la Historia de España, aprobó el Congreso de los Diputados por el escuálido margen de 177 votos a 172, y que el cobarde Sánchez probablemente no pase a firma del jefe del Estado hasta después del próximo domingo, para que la afrenta dañe lo menos posible al voto socialista en las europeas. El artículo 91 de la Constitución del 78 establece que “el Rey sancionará en el plazo de quince días las leyes aprobadas por las Cortes Generales, y las promulgará y ordenará su inmediata publicación”. Es decir, nuestra norma fundamental atribuye al Monarca la facultad de sancionar, promulgar y ordenar la publicación de las leyes, a diferencia de la Constitución de la República donde esa sanción era prerrogativa de las propias Cortes. La facultad de sancionar la ley, un acto de voluntad que le da eficacia, no es cuestión en absoluto baladí en tanto en cuanto la de Amnistía plantea al Monarca un grave problema político, pero, sobre todo, un dilema moral de gran envergadura, por cuanto su redacción y articulado suponen una enmienda a la totalidad del memorable discurso pronunciado por Felipe VI el 3 de octubre de 2017 en defensa de esa Constitución que el golpista Sánchez y su banda acaban de tumbar.

¿Qué hará Felipe VI cuando esa Ley de Amnistía le sea presentada a firma? ¿Utilizará algún tipo de subterfugio? ¿Dejará consumir los 15 días de plazo que la ley le otorga para estampar su rúbrica?

¿Qué hará Felipe VI cuando esa Ley de Amnistía le sea presentada a firma? ¿Utilizará algún tipo de subterfugio? ¿Dejará consumir los 15 días de plazo que la ley le otorga para estampar su rúbrica? ¿Añadirá algún tipo de coletilla, a la manera de Don Niceto en su día, para fijar posición?  Es evidente que, por imperativo legal, el Rey no puede hacer otra cosa que firmar la ley aprobada por el Congreso. Felipe VI está obligado a firmar la Ley de Amnistía. El acatamiento del monarca a la carta magna es la fuente primigenia de su legitimidad y la demostración, “del Rey abajo, todos”, de que la mejor forma de defenderla y honrarla es cumplirla, particularmente por parte de quien ha jurado “guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes” (Art 61.1), y mal harían quienes, declarándose constitucionalistas, tratan de conducir al Monarca por caminos que pondrían en riesgo la continuidad de la Corona abocando al país a un conflicto de consecuencias imprevisibles y facilitando el trabajo de quienes, entre nuestro moderno Largo Caballero y su banda, están esperando una disculpa para arremeter contra uno de los pocos bastiones de la legalidad constitucional que quedan en pie.

Es evidente que la Monarquía, con la judicatura y los medios de comunicación desafectos al sanchismo, se han convertido en las trincheras a conquistar por la mayoría Frankenstein que, con Sánchez al frente, se ha apoderado del aparato del Estado y está dispuesto a hacer cualquier cosa, lo que sea, para seguir en el poder y enriquecerse, que esto va de enriquecerse como hemos podido comprobar. Sánchez ocupa el poder y su señora se afana en aprovecharlo para enriquecer a la familia. La posición del Monarca es particularmente complicada en cuanto que “Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia”, con un particular liderazgo moral que ejercer -tal que en octubre de 2017- en situaciones tan sumamente peligrosas para la unidad de la nación como la actual. A nadie se le oculta que, llegado el momento, Felipe VI podría verse obligado a dar un golpe de autoridad sobre la mesa en nombre de esa mayoría de españoles que se niegan a ser conducidos mansamente al matadero de ese Estado Plurinacional que persigue la coalición de socialcomunistas con nacionalistas, separatistas y filoetarras, so pena de resignarse a seguir mansamente la senda de su bisabuelo camino de Cartagena. Es en este contexto en el que el Monarca podría verse tentado a considerar alguna fórmula que, a la hora de firmar la Ley, muestre la disconformidad de la Corona y la suya propia con la nueva norma y salve su compromiso con la unidad de la nación.

Es en este contexto en el que el Monarca podría verse tentado a considerar alguna fórmula que, a la hora de firmar la Ley, muestre la disconformidad de la Corona y la suya propia con la nueva norma

España, huelga decirlo, ya no es una democracia constitucional porque la Constitución ha quedado derogada. Los españoles ya no somos iguales ante la ley. El golpe de Estado protagonizado por el separatismo catalán en 2017 se ha extendido a toda España y ha triunfado, ahora capitaneado por Sánchez Pérez-Castejón. Como en el XIX dijo otro presidente de la República, en este caso de la Primera, don Nicolás Salmerón, catedrático de metafísica de la Universidad Central de Madrid, “nada es más destructivo para el espíritu del poder público que romper los principios y esencias del Estado de derecho por puro interés político y promoviendo, al mismo tiempo, la desigualdad más cainita y caprichosa entre españoles”.  Kelsen, el jurista y filósofo austríaco de origen judío, lo expondría tiempo después en términos bastante similares: “Una revolución, en el sentido amplio de la palabra, que abarca también el golpe de Estado, es toda modificación no legítima de la Constitución –es decir, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales–, o su remplazo por otra. Visto desde un punto de vista jurídico, es indiferente que esa modificación de la situación jurídica se cumpla mediante un acto de fuerza dirigido contra el gobierno legítimo, o efectuado por miembros del ­mismo gobierno; que se trate de un movimiento de masas populares, o sea cumplido por un pequeño grupo de individuos”. Solo queda oponerse con toda la fuerza contra esta humillación que es a la vez un atentado a la convivencia entre españoles. Para quienes peinamos canas y en nuestra juventud nos opusimos a Franco, luchar contra la dictadura populista de este mamarracho más que un derecho es una obligación moral. Nunca podrá ganarnos esta batalla.