ABC 01/09/13
ÁLVARO MARTÍNEZ
Dos días después regresamos a Alsasua. Allí, la presencia de la Guardia Civil evitó la última mofa contra las instituciones que planeaba –con la connivencia de la alcaldesa de Bildu– el movimiento proetarra asentado en el lugar. Se retiraron las pancartas ofensivas, los carteles panegíricos a favor de los terroristas, las pintadas que humillaban a las víctimas y el resto del atrezo abertzale preparado al efecto… un adefesio, a qué negarlo, pues hasta la estética etarra es tan birriosa que no tiene ni la grandilocuencia de otros movimientos totalitarios. Lo triste es que para que Alsasua pareciese un sitio normal –un pueblo más de esos ocho mil que ayer pasaban en España un plácido sábado de agosto– fue necesario movilizar a un centenar de guardias. Lo feliz de esta historia es que por fin se cumplió la ley, que no es poco si tenemos en cuenta el inmediato precedente de las fiestas mayores de Bilbao y San Sebastián y el impúdico festival del odio a España y de exaltación del terrorismo montado por los filoetarras en sus calles, barracas y paredes.
El brazo político de la banda dio instrucciones a su «comando social» para que este verano se mostrase especialmente activo. Y las brigadillas, con su tradicional obediencia ovina, han echado el resto con la brocha, la cola, la cartelería y las pancartas. Ahora no toca calcinar cajeros, contenedores o autobuses, como en aquellos años de plomo y fuego; pero solo por necesidades tácticas. El odio es el mismo e idéntico el fin perseguido, acaso solo cambia el método, consistente en vender que ETA no mata, que ya ha pasado a limpio sus deberes y que le toca mover ficha al Gobierno. Y las fichas ya las conocemos: la llave del penal (presos a la calle) y «la independencia de Euskal Herria». Porque ETA –que nadie se engañe– no se ha disuelto, solo ha cambiado de estrategia, como hemos visto en Alsasua.