- Marc Bloch fue, además del sereno historiador que todos los estudiosos admiran, el combatiente clandestino que, a partir de 1942, arriesgó en el maquis lionés su vida y la perdió
Antes de que las tempestades del Terror devastaran sus nacientes ilusiones, la revolución francesa vio estallar una apuesta por la luz, de la cual Condorcet fue portaestandarte al exigir a la Asamblea Legislativa de 1792 lo esencial: una república al servicio del saber común; en la enseñanza como en la investigación científica: «Dar a todos por igual la instrucción pública que a todos sea posible extender; pero no negarle a ninguna porción de ciudadanos la instrucción más elevada, la que es imposible hacer compartir por la masa entera de los individuos».
Al discurso programático del 21 de abril de 1972, dio cuerpo institucional el «Informe Lakanal» del 26 de frimario del año III (16 de diciembre de 1794), que –«en el vórtice las más inauditas tempestades»– alzaba un templo «a todas las ciencias, a todas las artes», a todo lo que de mejor puedan los ciudadanos recibir del Estado para luego devolverlo a la nación. Es el nacimiento de las Escuelas Normales Superiores, a las que se asigna el mandato de configurar «la aristocracia de la inteligencia que habrá de suplir a la extinta aristocracia de la sangre».
Para entonces, ya la Asamblea Constituyente había aprobado la erección de un «Panteón de hombres ilustres», destinado a acoger los despojos de aquello a los que la patria deba especial gratitud: por el sacrificio de sus vidas, por la consagración de sus inteligencias. Tras los locos vaivenes con los que los tiempos del Terror marcaron el devenir de ese «templo republicano», el Panteón parisino ha acabado por ser el lugar de la memoria más noble de la Francia moderna.
Marc Bloch es el próximo nombre destinado a entrar en ese Panteón. La decisión fue hecha pública este sábado por el presidente de la república. Y, para todo el mundo académico francés, y para todo el mundo académico a secas, ese anuncio es un llamamiento a confiar en cómo, pese a todo, hay en lo más recóndito del espíritu humano, un núcleo de acero moral que, pese a todas las incertidumbres, acaba por sobrevivir. A veces. En esas escasas veces en las que un Estado se sabe deudor de sus más admirables hijos. Y acepta rendirles público culto.
El nombre de Marc Bloch está ligado, para todos los estudiosos de la historia, a la creación, en 1929 y en la compañía de Lucien Febvre, de la revista Annales d’histoire économique et sociale, matriz del «grupo de los Anales», que puede considerarse uno de los focos académicos que innovaron la historiografía del siglo veinte. Su libro «La extraña derrota», escrito en 1940 bajo las duras condiciones de trabajo que las leyes raciales de Vichy imponían a un investigador judío y que le hacían imposible la consulta de las bibliotecas, póstumamente editado, es una de las referencias ineludibles sobre la derrota militar francesa con la que se inicia la hegemonía hitleriana sobre el continente europeo.
Marc Bloch fue, además del sereno historiador que todos los estudiosos admiran, el combatiente clandestino que, a partir de 1942, arriesgó en el maquis lionés su vida y la perdió. Detenido por la Gestapo, torturado brutalmente durante días, el historiador fue fusilado, junto a otros veintisiete compañeros, el 16 de junio de 1944.
Un sabio y un hombre de acción entra en el Panteón. Un hombre en suma que supo apostar todo a las únicas verdades que en una vida de hombre, y de hombre libre, cuentan. Un ciudadano de aquellos a los que apelaba Condorcet en la primavera de 1792: los que cifran su vida en devolver a la patria lo que sólo de la patria recibieron. Y la patria sabe, al menos, reconocerlo. Es mucho. Y muy envidiable.