Pedro Rodríguez-ABC
- «Desde su toma de posesión, Trump ha ‘logrado’ consolidar un poder extraordinario en el Ejecutivo federal. A pesar de dedicar aproximadamente un 20 por ciento de su tiempo a jugar al golf, ha conseguido en estos cien días deshacer todo lo construido a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial»
La métrica de los primeros cien días de gobierno fue creada por Franklin Delano Roosevelt al tomar posesión como presidente de Estados Unidos el 4 de marzo de 1933, un mes después de que Adolf Hitler se convirtiera en canciller de Alemania. Lo que había empezado en 1929 como una crisis bursátil en Wall Street se transformó en una gran recesión, una guerra comercial y el pánico a un colapso del sistema bancario americano. De hecho, la primera medida de FDR en la Casa Blanca fue decretar un corralito para empezar a reconstruir la confianza perdida de los estadounidenses, tanto en la economía de mercado como en la democracia liberal. Ante aquel inminente apocalipsis, un visitante de la Casa Blanca se atrevió a valorar las políticas de rescate y reforma del New Deal planteadas por Roosevelt diciendo: «Señor presidente, si su programa tiene éxito, será el mejor presidente de la historia de Estados Unidos. Si fracasa, será el peor». FDR le respondió: «Si fracasa, seré el último presidente de Estados Unidos».
Para el 16 de junio de 1933, tras quince semanas de frenética actividad, la Administración Roosevelt había conseguido la aprobación por parte del Congreso de más de una docena de trascendentales reformas legislativas para que el gobierno federal pudiera decidir qué bancos podían seguir operando y cuáles debían cerrar; regular el mercado bursátil; determinar el valor del dólar con respecto al oro; limitar precios y fijar salarios mínimos; pagar al sector agropecuario por no producir; subsidiar a los desempleados; planear y financiar las más ambiciosas obras públicas; y garantizar el crédito para el sector financiero, los granjeros y el mercado hipotecario.
En su discurso inaugural, Roosevelt inició el proceso de restauración de la esperanza: «Lo único que debemos temer es al miedo mismo». Pero la prensa relegó ese mensaje positivo a páginas interiores y se concentró en una narrativa belicista, como si Estados Unidos hubiera sufrido la invasión de un enemigo extranjero. Arthur Krock, del ‘New York Times’, describió la ciudad de Washington el día de la toma de posesión de FDR como «una capital sitiada en tiempos de guerra». Una situación extrema requería medidas excepcionales.
La palabra ‘dictador’, empezando por Walter Lippmann, estaba en el aire como solución a la sobredosis de desesperación e incertidumbre que sufría Estados Unidos. Pero en sus primeros días en el despacho oval, fue el propio Roosevelt quien descartó avanzar al margen de la Constitución. Como explica Jonathan Alter en su libro ‘The Defining Moment’, «el más pragmático de los presidentes estadounidenses modernos intuyó la inviabilidad del poder sin límites, incluso en manos de la única persona en la que confiaba plenamente: él mismo». Y aunque FDR explotó al máximo la autoridad de la Presidencia, a veces extralimitándose, nunca dejó de someter sus iniciativas a la aprobación del Congreso y a las sentencias del Tribunal Supremo.
Al cumplirse los cien primeros días del retorno de Donald Trump a la Casa Blanca, Washington vuelve a recordar a una ciudad sitiada. El término ‘dictador’, como hace un siglo, forma parte del indispensable vocabulario político. Y de nuevo, la democracia de Estados Unidos parece estar en caída libre, desacreditada al igual que hace un siglo como una forma inútilmente engorrosa de afrontar los retos de la era moderna. Con tanta venganza miserable, coacción autoritaria y muy poco disimulada corrupción, cada vez cuesta más reconocer a Estados Unidos. Todo este espectáculo de incompetencia gubernamental e insolvencia moral produce políticas de delirio, mientras se multiplica el temor a que los daños sean ya irreparables. Una forma de comprender este Trump 2.0 es considerarlo como un New Deal invertido, que si fuera un libro podría titularse ‘El arte del mal trato’. Durante estos cien días, con la inestimable ayuda de Elon Musk, ha conseguido vandalizar la burocracia federal creada por FDR en los años treinta, y expandida en los años sesenta y setenta con la ‘Great Society’ de Lyndon B. Johnson, con el fin de rectificar la original concepción minimalista de lo público a la hora de mejorar las vidas de los estadounidenses. Desde la agencia para la ayuda al desarrollo USAID hasta el Departamento de Educación, pasando por la ‘Voz de América’ y puestos clave para la salud pública, han sido desmantelados dejando a Estados Unidos mucho más vulnerable a la injusticia y sin rastro de su atractivo poder blando.
La motosierra presupuestaria y el rotulador grueso para firmar órdenes ejecutivas se han convertido en las herramientas favoritas del presidente Trump para hacer realidad lo que él llama «la revolución del sentido común», que hasta ahora se ha inclinado más por la demolición que por lo razonable. Con una hiperactividad no vista desde Roosevelt, y sin reparar en costes como buen populista, Trump quiere volver a un siglo XIX de proteccionismo, expansionismo territorial y con mucha más distancia entre la realidad y los ideales de la democracia americana. Para ello, intenta redefinir la economía, el gobierno federal, la cultura y la política exterior, e incluso la propia idea de Estados Unidos.
Desde su toma de posesión, Trump ha ‘logrado’ consolidar un poder extraordinario en el Ejecutivo federal. El Congreso, salvo dar el visto bueno a la pandilla de pelotas incompetentes que ocupan los principales cargos del gobierno, está literalmente desaparecido. Y a pesar de dedicar aproximadamente un 20 por ciento de su tiempo a jugar al golf, Trump ha conseguido en estos cien días deshacer todo lo construido a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial en términos de alianzas militares, diplomáticas, económicas y comerciales. Una ofensiva que en el frente doméstico, como soñó Richard Nixon, también apunta hacia los tribunales, los medios de comunicación, el mundo académico y la función pública en su conjunto.
Por ahora, la resistencia organizada se limita a Harvard, tres bufetes de abogados y un pequeño grupo de jueces federales. La gran ventaja de Trump es que no tiene ningún interés práctico en gobernar, solamente quiere dominar. En un marco político construido con la idea de evitar el abuso de poder a través de controles y equilibrios, los resultados óptimos solamente se consiguen a través del consenso y la colaboración. Trump se limita a generar desgobierno y autocracia al ningunear al Congreso, ignorar a los tribunales y no respetar el federalismo que reconoce la soberanía popular compartida con los Estados de la Unión.
Ve muchos enemigos (Europa, Canadá, la Reserva Federal, profesores ‘woke-woke’) y muchas batallas (la presión del agua de las duchas, los molinos de viento que generan electricidad y cáncer, la vuelta a las pajitas de plástico). Y tiene poco tiempo. Le quedan ‘solamente’ 1.360 días en la Casa Blanca, si antes no consigue terminar de subvertir la Constitución y hacer realidad su troleo contra la democracia americana con un tercer mandato.