- Al amo convertido en siervo sólo le cabrá el consuelo de que su Puigdemont privado le patee el culo
Fotografía en Estrasburgo. Eurocámara. El fotógrafo ha congelado la escena en tenue ángulo picado. La perspectiva engrandece la figura del orador que, de espaldas, ocupa la tribuna en primer plano. Su cabello tiene un indefinido aire de peluca de esparto u ornamento clownesco. Su rostro no es visible. Parece aleccionar, mirándolo desde arriba, al otro, a ese que, disminuido por el efecto óptico, lo contempla, mandíbulas apretadas, desde su escaño: guapo chico con la cabeza ligeramente gacha que conviene a un sumiso: el gesto entre contrito y humillado es el que se le exige a un siervo ante su amo. Carlos Puigdemont reconviene a Pedro Sánchez. A quienes asisten a la escena, no los vemos. Aunque es fácil imaginarlos. Estupefactos. Los eurodiputados contemplan el raro espectáculo de un delincuente que alecciona al jefe del Gobierno del país contra el cual ha delinquido. Y el jefe de Gobierno se repliega, parece suplicar piedad, acepta la humillación y calla. Es lo más extraordinario que ese parlamento ha podido contemplar nunca: la escenificación de algo a lo cual un pensador alemán de inicio del siglo XIX llamó «dialéctica del amo y el esclavo».
Me desasosegó la foto. No por su contenido: que Sánchez Pérez-Castejón es hoy el fámulo de los serviles delincuentes a quienes Puigdemont encabeza, es un hecho que todos conocemos. Ni siquiera el sometido se toma la molestia de ocultarlo: «los resultados electorales lo han cambiado todo», dictaminó hace unos pocos días. Punto. Final. Traducido: el derrotado golpista de ayer es hoy el vencedor. Y el perdedor de las elecciones se pone a su servicio para preservar cargo y sueldo. Nada que pueda sorprender a nadie, desde luego. Son las reglas de la política española. En la cual, un cargo político es sólo el modo de ganarse la vida de quienes son incapaces de ganársela decentemente.
Mi desasosiego venía de otro origen. ¿Dónde había visto yo ese gesto de pleitesía suplicante y esa mirada de cordero que se sabe degollado y calla? Al cabo recordé. 1963: Joseph Losey. Aunque su Sirviente (The Servant) pude verlo sólo seis años más tarde. Un azar afortunado hizo que, en aquel tiempo, yo anduviera perdido en mi primera lectura de la Fenomenología del espíritu: el Hegel más enrevesado. El fámulo, en cuya figura Dick Bogarde despliega su alta escuela de actor británico, ha ido devorando el territorio del aristocrático amo a quien da cuerpo un bello y frágil James Fox. Harold Pinter, que elaboró para Losey el guión milimétrico de su mejor película, va desplegando en torno al dueño de la mansión la sutil tela de araña, al cabo de la cual Fox acabará por ser apenas un gusano en los juegos oscuros del que fue contratado como mayordomo y es ahora amo de la casa. Bogarde amonesta a Fox; Fox aprieta las mandíbulas y baja la mirada. Eurocámara, Estrasburgo. Puigdemont remata el último rescoldo de la dignidad de Sánchez. Los eurodiputados asisten, pasmados: ¡qué espectáculo! Ignoro si aplaudieron, como aplaudimos algunos, en el Madrid del 69, el The End que cerraba la crueldad bien medida de Pinter y Losey.
El esclavo está destinado a ser amo del amo. Es la perversa lógica de los que aceptan jugar a la espiral enferma del dominio y la servidumbre: los papeles se trastruecan. Y el siervo sabe que de nada depende el amo con más fuerza que de su siervo. Fenomenología del espíritu, Hegel, 1807: «La verdad de la conciencia es la conciencia servil… Así como el señorío revelaba que su esencia es lo inverso de lo que quiere ser, así también la servidumbre devendrá también, al realizarse por completo, lo contrario de lo que de un modo inmediato es». Y llegado a ese punto, al amo convertido en siervo sólo le cabrá el consuelo de que su Puigdemont privado le patee el culo.