Un smoking blanco

ABC 01/06/17
IGNACIO CAMACHO

· Garci aprobó con matrícula de honor la asignatura pendiente de dignificar una cierta mirada sobre nosotros mismos

EN 1983, cuando José Luis Garci subió a recoger el Oscar en Los Ángeles, a los españoles aún se nos veía como unos tíos bajitos, cabreados y rijosos que hacían un cine para tíos rijosos, bajitos y cabreados. Películas de curas reprimidos, ligones de playa o, en el mejor de los casos, historias sesgadas de la guerra civil que ahondaban en el estereotipo inverso de la España que mató a Lorca. En éstas que un señor de Madrid, que había contado la memoria sentimental de la Transición como un Claude Lelouch con carné de CC.OO, rodó un melodrama de amor crepuscular sobre un ficticio Premio Nobel exilado y Pilar Miró entendió que, pese al desprecio de la crítica exquisita, contenía potencia narrativa para impulsar la imagen de modernidad que quería promover el felipismo. Por primera vez, el cine nacional hizo campaña para ganar el Oscar y lo ganó. El suyo fue el primer premio íntegramente español de la Academia de Hollywood porque Buñuel –que murió por aquellas fechas–, Néstor Almendros y Gil Parrondo habían triunfado con producciones extranjeras. Garci atornilló aquel chute de autoestima colectiva con un homenaje a todos sus mitos, mencionando a Billy Wilder vestido con un smoking blanco como el que Bogart lucía en el café de Rick. No era ni de lejos su mejor película pero aprobó con matrícula de honor la asignatura pendiente de dignificar una cierta mirada sobre nosotros mismos.

A su vocación inmarcesible de escritor –el maestro Huston solía decir que una buena película sólo necesita un buen guión– le quedaba por cumplir otra aspiración confesa, la de ganar el Mariano de Cavia, el Toisón de Oro del periodismo español según la palabra sabia de Raúl del Pozo. La consumó el martes con un artículo necrológico sobre Gil Parrondo, redactado con la tinta roja de la emoción y envuelto en la orla negra de un luto abatido y amargo, de venas abiertas y corazón desgarrado. El bucle de la vieja amistad se cerró en el molde del obituario. El escenógrafo era su habitual colaborador y había desparramado su talento en «Volver a empezar» para darle a la ambientación y a los encuadres la prestancia y el empaque de su toque refinado. Garci lo lloró con ternura, con lealtad, con camaradería, con el dolor de quien despide a un hermano. Como si ambos hubiesen vuelto a ver juntos «Los mejores años de nuestra vida» para enamorarse otra vez de Myrna Loy y de Virginia Mayo.

Porque el nuevo Cavia es, sobre todo, un clásico. Un hombre del siglo XX que contempla el XXI como un inmigrado. Ni siquiera tiene teléfono móvil y vive sumergido en pasiones culturales –el boxeo, el cine de los cuarenta y cincuenta, la novela policíaca– que la posmodernidad ha barrido del escenario. No está de moda ni falta que hace porque su vigencia es la de la fidelidad al canon. Por eso cuando recoja el Cavia nos debe y se debe a sí mismo el guiño de volverse a poner el smoking blanco.