La construcción nacional de Euskadi está fracasando en la pretensión de configurar un espacio público común, pactado, para convivir en libertad y en paz, en cuyo seno podamos desarrollar las variadas identidades y experimentar nuestros particulares afectos. Ese espacio común no puede ser otro que la España constitucional y estatutaria.
«Una nueva misión sustituía a la vieja: construir la comunidad que soñábamos en unas dimensiones más grandes y en uniones más osadas». Este era el espíritu con el que Stefan Zweig viajó a América del Sur en el verano de 1936, cuando Europa, «nuestra santa patria, cuna y partenón de nuestra civilización occidental», comenzaba a desgarrarse por las costuras de España. Por aquellos días Zweig aún confiaba en la posibilidad de salvar el sueño europeo, universalista y cosmopolita, de las garras de quienes empezaban a ahogarlo en la barbarie del guerracivilismo. Al fin y al cabo, las semillas de ese sueño se habían salvado a pesar de todas las ocasiones en las que el árbol de la libertad, la tolerancia y el humanismo, había sido atacado por el hacha del fanatismo. «Siempre habrá alguien que recordará la obligación espiritual de retomar la vieja lucha por los inalienables derechos del humanismo y de la tolerancia», escribía Zweig al final de su imprescindible Castellio contra Calvino.
También en Euskadi hemos soñado una comunidad construida desde sus raíces bajo la advocación del humanismo y la tolerancia. Lo hemos soñado y hemos trabajado duramente por hacer realidad ese sueño. En esta tarea no hemos enfrentado al que, según señala José Ramón Recalde, es el principal problema que tenemos los vascos: el hecho de ser una sociedad con un alto grado de identidad pero con un mínimo grado de vertebración. Lo cierto es que la identidad, por otra parte imprescindible (¿quién soy yo sin un nosotros?) es un frágil fundamento para la vertebración de las sociedades complejas. La identidad es siempre y necesariamente conflictiva, hacia dentro (construida como un haz de pertenencias no siempre armónicas) y hacia fuera (toda identidad es confrontáción con otras), configurando así un terreno propicio para los movimientos tectónicos, los choques de placas, la aparición de fallas. Con la Constitución y el Estatuto, concluye Recalde, pactamos un imprescindible acuerdo de integración como solución estable para conseguir esa vertebración de otra manera imposible. Hoy esa vertebración se ha vuelto más precaria al tiempo que las identidades se han reforzado, homogeneizándose y al tiempo distanciándose entre sí.
Suso de Toro ha escrito en su ensayo Españoles todos: «Para existir sólo precisamos de una patria: uno mismo. Cada uno de nosotros mismos es su propia patria, es un presente con memoria. Nuestra patria es nuestra verdad personal, única. Es el campo de lo irracional, de los afectos, sentimientos y emociones. Otra cosa son las naciones. Las naciones son el espacio público común, con límite y perfil dibujado racionalmente; en las naciones es donde nos podemos encontrar todos, donde debemos convivir. La nación es un ágora pactada, aceptada, porque sin nación no hay democracia. Por eso es importante que los ciudadanos se pongan de acuerdo para pactar la nación, para que puedan vivir democráticamente». Y finaliza: «La nación contemporánea es la de ciudadanos diversos que conviven en espacios pactados y aceptados. Los afectos nacen después. O no. ¿Y qué?».
La construcción nacional de Euskadi está fracasando en la pretensión de configurar un espacio público común, pactado, donde encontrarnos para convivir en libertad y en paz. Y está provocando, además, una perversa deriva de los afectos, los sentimientos y las emociones: estamos cada vez más lejos de querer nada en común, y estamos cada vez más cerca de dejar definitivamente de querernos. Es por eso que una nueva misión debe sustituir a la vieja: construir la comunidad de los vascos en unas dimensiones más grandes y en uniones más osadas. Y el primer paso en esta misión no puede ser otro que el de abrir entre todas y todos (para eso necesitamos tiempo compartido) un espacio común para la libertad y los derechos en cuyo seno podamos desarrollar nuestras variadas (y variables) identidades y experimentar nuestros particulares afectos.
Ese espacio común no puede ser otro que la España constitucional y estatutaria. No digo que haya de serlo para siempre. Estaríamos traicionando el sueño de Zweig si no mantuviéramos activada la aspiración a dotar a nuestro sueño de dimensiones más grandes y de uniones más osadas. Pero no se puede saltar en el vacío.
Imanol Zubero, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 23/11/2004