Arcadi Espada-El Mundo
Mi liberada:
Entre las noticias más cómicas de los últimos tiempos del Proceso está la de que el Gobierno Rajoy va a tolerar la presidencia simbólica de Carles Puigdemont. A eso se le llama hacer de la necesidad virtud. ¡En fondo y forma! Porque una presidencia de Puigdemont no será simbólica sino fáctica y el Gobierno no puede impedirla. Es cierto que su nombramiento no aparecerá en el Diario Oficial de la Generalidad ni tampoco en el Boe. Pero será el nombre del que aparezca el que va a cargar con la condición de presidente simbólico. La única posibilidad de evitarlo no depende del Gobierno, sino de la mayoría que controla el parlamento catalán. Solo ella puede reducir a Puigdemont a la condición de símbolo inoperante. Pero no parece que esté dispuesta. Primero, porque Puigdemont ganó el voto independentista. Pero también porque su rebeldía es el único rasgo de vitalidad que le queda al Proceso después de la intentona insurreccional.
Una generación de nacionalistas entre los que se cuentan Oriol Junqueras, Carme Forcadell o Jordi Sánchez ha acabado su vida política. Es probable que les aguarde la cárcel. Sus relevos, que ejemplifican gentes como Roger Torrent o Elsa Artadi, no están dispuestos a seguir ese camino. Torrent no se atrevió a desobedecer al Tribunal Constitucional y a facilitar la investidura de Puigdemont. Aunque ni siquiera era seguro que su desobediencia, que podría ser del mismo tipo que la que permitió a Artur Mas dormir cada noche en su cama, le llevara a la cárcel. Y es del todo improbable que Elsa Artadi asuma la presidencia formal de la Generalidad, si eso conlleva riesgos penales. Dos millones de ciudadanos de Cataluña están dispuestos a seguir votando las candidaturas independentistas, básicamente porque Cataluña es más que un club. Pero el 1 de octubre confirmó lo ya sabido: que en Cataluña no hay masa social suficiente dispuesta a sacrificar hacienda y vida por la independencia. Como ya te escribí hace meses, no han sido los dirigentes de la generación encarcelada los que han engañado al pueblo, sino viceversa. El pueblo sigue tan campante extramuros de Estremera y los Torrent y los Artadis han asumido con desbordante lucidez la decisión popular.
Puigdemont sigue siendo valioso para el independentismo derrotado. Es el único que puede mantener encendida la antorcha de la rebelión sin sufrir las consecuencias penales derivadas. Parte del independentismo puede exhibir en privado su desprecio personal y político del presidente. Pero la única manera que tiene de hacer política, sin reconocer por completo su derrota y la vergüenza asociada, pasa por él y por el establecimiento de un cierto gobierno en el exilio que levante acta permanente de la intolerable opresión que sufre Cataluña. Y aún algo más. El gobierno en el exilio y la anomalía que supone pueden ser en el futuro un factor de canje para la resolución o el atemperamiento de las circunstancias personales de la generación encarcelada. Es imposible, y hasta vano, precisar en qué condiciones se desarrollaría esa negociación. Pero el desmantelamiento del gobierno exiliado podría ayudar, en un momento dado, al reingreso en la normalidad civil de los dirigentes nacionalistas condenados por la intentona.
La presidencia de hecho de Puigdemont no supone mayor problema técnico. Ha hecho campaña electoral desde Bruselas y ha obtenido en esas condiciones un gran resultado electoral. Pieza básica en el mecanismo de la convicción fueron los medios de comunicación públicos que hicieron casi irrelevante la distancia física. A consecuencia del resultado esos medios seguirán en las mismas manos. No importa que el Boe no te reconozca como presidente de la Generalidad mientras TV3 te lo reconozca. Es más: una vez levantado el 155 por la fuerza de los hechos de paja, es decir, por el nombramiento de un presidente de la Generalidad versión Boe, que cumpla con la legalidad, ¿quién podrá impedir a TV3 y a la radio pública llamar a Carles Puigdemont El President, sin importarle prolijas aclaraciones mayores? El futbolista Lionel Messi, auténtico inspirador del Proceso, nunca podría serlo virtualmente; pero un puigdemont, cuando le dé la gana. Lo de Puigdemont no es más que teletrabajo.
La prófuga presidencia en el exilio inmuniza a Puigdemont de las consecuencias de los procesos judiciales. El procesamiento que previsiblemente decrete el juez Llarena supondrá su inhabilitación como parlamentario y una duradera imposibilidad de dedicarse a la política. Pero nada de eso puede amenazar a su presidencia fáctica. La única amenaza es la cárcel. Él mismo lo dijo, aludiendo a Junqueras: «No se puede ser presidente desde la cárcel». El Estado ha fracasado hasta ahora en el intento de hacer justicia con Puigdemont. El juez Llarena retiró la euroorden que lo habría traído a España porque, supuestamente, la Justicia belga iba a limitar drásticamente los cargos contra él, como condición de la entrega. La retirada de la euroorden dio a Puigdemont una libertad y un carisma que cabe vincular con su éxito. Es difícil entender que un gobernante acusado de dar un golpe contra un Estado democrático pueda hallar cómodo refugio en otro Estado democrático. Pero esta es la situación. Ni el Gobierno se ha atrevido a abrir una seria crisis en la gobernanza europea por esta escandalosa paradoja, ni los jueces han sabido encontrar el resquicio que, una vez entregado el prófugo, equiparase su suerte jurídica a la del resto de rebeldes.
El juez Llarena ha hecho saber oficiosamente que una vez acabada la instrucción –y pretende acabarla rápido contra el criterio de la fiscalía– renovará la euroorden. Parece confiar en que el plus de solidez indiciaria que conlleva todo procesamiento obligue a la judicatura belga a la entrega de Puigdemont. Pero no es seguro que la solidez sea condición suficiente como para que el prófugo pueda juzgarse por todos los delitos de los que se le acusa en España. Las supuestas vacilaciones de la justicia belga no se basaban en la inverosimilitud de los hechos relatados por los jueces españoles, sino en la supuesta inadecuación al Código Penal belga de los delitos imputados. Un formulismo que apenas ocultaba la verdad lacerante: los jueces belgas no creen que los actos de Puigdemont merezcan el castigo previsto por la justicia española. No se trataba, entonces, de la inverosimilitud de los hechos sino de la naturaleza de los hechos. El punto de vista difícilmente lo cambiará un procesamiento.
A excepción de un hecho imprevisto –que no debe descartarse también por la ciclotímica resistencia psicológica del prófugo– Puigdemont puede ejercer de presidente mientras lo quiera el independentismo. Y eso puede suponer una larga temporada. En realidad eso cree el Gobierno cuando pretende transigir, y sobre todo hacernos transigir, con lo que llama la presidencia simbólica. Sin comprender que Puigdemont está dispuesto a sufrir el ridículo y el descrédito por sus propagandas, porque sabe que entrañan también el ridículo y el descrédito del Estado español.
Sigue ciega tu camino
A.