Gabriel Albiac, ABC, 11/4/12
En el miedo a pronunciar esa palabra, España, late una intensidad teológica que es nuestra herencia más alta
HE leído el dossier del último domingo en ABC, «Lo que nos une», con el desasosiego que me impone siempre la paradójica pregunta por España. ¿Qué maldición exige que un español deba estar eternamente justificándose por serlo? No hay enigma mayor de la España moderna. Y si algo nos identifica a fuego respecto de cualquier otro país, de cualquier otra condición ciudadana, es eso. Nuestro miedo a la identidad es nuestra identidad más blindada. Con todas las paradojas que tal proceder arrastra. Y con todos los miedos. Nos une, antagónicamente, lo que nos desune.
Yo descubrí a Luis Cernuda tarde ya, hacia los dieciséis años. Y el Díptico español me dejó herido. En sus dos contrapuestos poemas: «Es lástima que fuera mi tierra» y «Bien está que fuera tu tierra», donde al lirismo desesperado del primero responde la mesura objetual que sella, en el segundo, el paso del «mi» al «tu». «Soy español sin ganas», lamenta ese primer movimiento del poeta exiliado. Y responde el segundo con el peso de toda la literatura que tejió su cabeza, los personajes mágicos que «entraron en tu vida/ para no salir de ella ya sino contigo». Me hirió la fuerza de aquella paradoja, en la cual se define el más alto poeta español del siglo veinte. Y supe, de inmediato, que era esa la misma a la cual me arrojara antes el vértigo de la más intensa poesía barroca. Francisco de Quevedo, sobre todo: el del «miré los muros de la patria mía…»
Todo nuestro ser cabe en esa paradoja. Ser español es respirar al ritmo de los endecasílabos de Garcilaso, Góngora o Aldana. Ser español es ver a través del filtro de los cielos en cristal de Velázquez. No es muy distinto de lo que acaece a un francés con el alejandrino ronsardiano, o a un hombre de los Países Bajos con los grises de Jan Van Eyck. Pero sólo nosotros parecemos condenados a vivir esa determinación trágicamente, como un pecado original para el cual no hay redención.
Como si nada más que en la tragedia pudiéramos reconocernos, lo español se nos hace amargo de decir. Y hablamos de ello en voz muy baja. Puede que no seamos del todo conscientes de que es eso lo que da textura sagrada al uso de un nombre. Y que en el miedo a pronunciar esa palabra, España, late una intensidad teológica que es, al tiempo, nuestra herencia más alta y nuestra más primordial servidumbre.
«Y nuestra gran madrastra, mírala hoy deshecha,/ miserable y aún bella entre las tumbas grises/ de los que como tu, nacidos en su estepa,/ vieron mientras vivían morirse la esperanza,/ y gritaron entonces, sumidos por tinieblas,/ a hermanos irrisorios que jamás escucharon./ Escribir en España no es llorar, es morir». Luis Cernuda murió añorando aquella España acerca de la cual uno de sus personajes literarios profiere la trágica constancia de ser ya sólo un nombre, de haber muerto. Pero Luis Cernuda sabía, sin lugar a equívoco, que era España, toda España, la que vivía en cada verso de sus trágicos poemas de hombre solo. Siguió escribiendo a su pesar. Como antes que él lo hicieran todos los grandes poetas españoles. Y fue, como cada uno de ellos, epítome de cuanto de emoción sigue temblando en esa palabra, España, que él, como nosotros, no podía pronunciar sin que el alma le tiritara.
Gabriel Albiac, ABC, 11/4/12