Kepa Aulestia, DIARIO VASCO, 28/8/11
En el pulso que mantienen el PNV y la izquierda abertzale es más fácil que sea el partido de Urkullu el que acabe haciendo el juego a los herederos de Batasuna
La tranquilidad en la que van transcurriendo las fiestas veraniegas se ha convertido en carta de presentación de la ‘nueva’ izquierda abertzale y, al mismo tiempo, en motivo de satisfacción de quienes confiaron en el Estado de derecho para acabar con la impunidad. Las inclinaciones lúdicas de los integrantes de Bildu han prevalecido sobre el victimismo anti-represivo tan propio de estas fechas. Solo la cínica acusación de que algunos partidos utilizan la memoria de los asesinados por ETA con fines políticos y los consabidos homenajes a presos han perturbado la calma estos últimos días. No es porque la banda se haya apartado de escena; es porque ahora los herederos de Batasuna pilotan muchos consistorios, y eso se contagia a aquellos municipios en los que están en la oposición. El equívoco brindis del ayuntamiento de Donostia encerraba un mensaje inquietante: si gobernamos aseguramos la tranquilidad. La situación permite vislumbrar, en palabras del lehendakari López, cómo será la Euskadi libre de terrorismo. Mientras la izquierda abertzale continúa transfiriendo hacia el Estado sus propias responsabilidades, cuando demanda la legalización de Sortu y cambios en la política penitenciaria para hacer irreversible el alto el fuego etarra.
Alumbra un nuevo tiempo. Lo que no está claro es qué cambios va a propiciar realmente. El nacionalismo institucional descubrió a finales de los ochenta que la persistencia de ETA, lejos de favorecer su estrategia gradualista, emponzoñaba las reivindicaciones de autogobierno y restaba energía a la familia abertzale. A finales de los noventa quiso favorecer el canje de la paz a cambio de un salto cualitativo en clave soberanista. La clausura de la etapa Ibarretxe le devolvió a la toma de conciencia de que la facticidad etarra era un lastre. En cualquier caso el nacionalismo siempre ha querido pensar que, una vez acabada la violencia, su quimera podría volar libremente empujada por el viento saludable que vendría con la paz. La aplastante victoria de las opciones abertzales en los comicios de mayo así lo indicaría, claro que a favor de los herederos de Batasuna. Sin embargo es probable que la amortización del terrorismo no aporte al nacionalismo una energía complementaria; que la ‘concesión’ de la paz no suscite en la sociedad una corriente de agradecimiento tal que conduzca al entusiasmo identitario.
El éxito electoral de Bildu ha tenido dos efectos en el nacionalismo. Por un lado ha desconcertado al PNV, que muestra su indignación y vergüenza por el comportamiento de la coalición auspiciada por la extinta Batasuna mientras reitera su propósito de impulsar un nuevo estatus para Euskadi. Por el otro ha ejercido un irresistible poder de atracción respecto a EA, que ha involucionado de manera apreciable, y sobre Aralar, atenazada sin remisión por la oferta de una amplia alianza soberanista. Una oferta-trampa en lo que se refiere al PNV, que aun rechazándola no podrá zafarse, por primera vez en su historia, de la intranquilizadora sombra que sobre el partido de Urkullu y Egibar proyecta la izquierda abertzale.
La izquierda abertzale surgió como reacción generacional a la pasividad jeltzale. Pero la revancha que se respira entre los herederos de Batasuna no evoca tanto aquel origen como la necesidad de revertir la metáfora del «árbol y las nueces». Los ‘independientes’ de Bildu reclaman sus frutos frente al oportunismo jeltzale. Aunque el pulso que mantienen ambas fuerzas resulta demasiado endogámico y amenaza con ahogar la energía que podrían sumar, impidiendo la dilatación del espacio nacionalista. No será la tranquilidad ambiental sino la intranquilidad partidaria la que recuperará fórmulas ya conocidas como si fuesen innovadoras. Se volverá a proclamar que el tiempo del Estatuto está superado. Aunque los vascos de hoy, que siguen siendo tan vascos pero no más que en 1977 o en 2000, difícilmente secundarán una nueva transición como si en ello les fuese el futuro. Es posible que el pulso por la hegemonía que mantiene la izquierda abertzale con los jeltzales dé lugar a una mayoría parlamentaria que nos devuelva a una dinámica de soberanismo de facto, semejante a la protagonizada por Ibarretxe. El nacionalismo tiende a ver en todo clima de convulsión una oportunidad favorable a sus tesis, casi una certeza científica para avalar sus pretensiones. Sería capaz de interpretar así hasta el cambio de ciclo político que se anuncia en España o la creciente dependencia de los mercados, la UE, o China. Pero reeditar la colisión entre la legitimidad vasca del derecho a decidir frente a la legalidad constitucional española desembocaría en un conflicto irresoluble por los propios términos en los que se plantearía, sin duda mediante una revisión al alza del frustrado plan Ibarretxe por exigencia de la izquierda abertzale. Un conflicto que se visualizará por anticipado en su versión más testimonial si finalmente el PNV opta por enmendar la reforma de la Constitución deslizando una propuesta interpretativa de los derechos históricos como puerta de acceso a la autodeterminación. El tiempo que se avecina planteará un nuevo equilibrio entre pragmatismo y maximalismo en el nacionalismo jeltzale. El pragmatismo del PNV arraiga en el poder; en el mismo poder gracias al que periódicamente se dispone a dar otro salto cualitativo. Pero esta vez el poder que ostenta es más relativo; lo será incluso si consigue regresar a Ajuria Enea, porque tendrá que compartirlo con la izquierda abertzale frente a Madrid. La izquierda abertzale no le hará el juego al PNV, mientras que el PNV siente ya el vértigo de tener que hacérselo a la izquierda abertzale.
Kepa Aulestia, DIARIO VASCO, 28/8/11