Jesús Cacho-Vozpópuli
El viernes, después de tres días con sus noches y las calles ardiendo, el aprendiz de sátrapa que nos gobierna se dignó condenar la violencia desatada por quienes le sostienen en Moncloa. Lo hizo cuando su silencio se había convertido en un clamor ante la evidente quiebra de ley y orden. De modo que salió de su escondite y se fue a Extremadura a sentar cátedra. “En una democracia plena, y la democracia española es una democracia plena, es inadmisible el uso de cualquier tipo de violencia”. Mala cosa que una democracia necesite adjetivos para tenerse por tal y que además sea alguien como él, precisamente él, el encargado de adjetivarla. Tardó tres días con sus noches y hubiera tardado tres años si la presión social no le hubiera obligado a salir de la hura y dar la cara, condenar a su socio de Gobierno, pero la puntita nada más, porque de inmediato se alineó con sus tesis al anunciar su intención de “ampliar y mejorar la protección de la libertad de expresión”, como si no estuviera suficientemente garantizada por la ley y los tribunales, como si el comunista desnortado del rap, ese prototipo de ser mal nacido y bien alimentado, no gozara ya de protección bastante para agredir o amenazar de muerte -incluso para plantear que “le metan un tiro al presidente de España” (sic)- a quienes considera sus enemigos de clase.
Difícil condenar una violencia que en Barcelona promueven los comandos del separatismo y en Madrid alienta el socio del Gobierno de coalición. Así de abracadabrante es la situación española. A estas alturas de la película está claro que Iglesias está enviando a Sánchez un mensaje en una botella para recordarle quién controla la calle y cómo puede hacerle la vida imposible si se le ocurre deshacer la entente. “Las casualidades no existen en política”, escribía ayer aquí Alberto Pérez Giménez, “y las calles se incendian cuando las urnas, los tribunales, el giro al centro o los ministros económicos ponen en aprietos a Podemos”. Idea en la que abundaba también Miquel Giménez: “Sánchez se expone a tener un país ardiendo por los cuatro costados si decide cortar amarras”. ¿Y por qué quieren los indepes que arda Roma, cuando afirman campanudos que han arrollado en las catalanas, que ya controlan más del 50% del voto, y que ahora sí que sí van a ir de cabeza a la proclamación unilateral de la independencia? ¿Por qué esa ofuscada paranoia de quemar la calle cuando dicen haber ganado? Porque es rotundamente falso que hayan ganado.
Un rastro de inconsolable despecho recorre hoy el universo separatista y estalla en furia y fuego por las calles de Barcelona al asumir en secreto que la Ítaca nacionalista está cada vez más lejos
El 14 de febrero el nacionalismo se dio una costalada de campeonato. Resulta que ERC, que a juzgar por la propaganda separata ha sido la gran triunfadora del lance, perdió el domingo 332.254 (el 35,5%) de los 935.861 votos que logró en 2017, y eso con una masa de fieles muy movilizada. Y resulta que En Comú Podem se dejó 131.734 (el 40,25%) de los 326.360 votos que obtuvo en 2017, a pesar de lo cual ha repetido el mismo número de escaños (8), ello gracias a un sistema electoral que ni PSOE ni PP han querido alterar en más de 40 años de democracia y que hace que a Junts le cueste 17.750 votos lograr un escaño, mientras que Ciudadanos necesita 26.317. Pues bien, según TVE, la televisión pública ocupada por los paracaidistas de Iglesias, la marca catalana de Podemos “ha resistido bastante bien el embate de las urnas” (la “Isobaras” en La hora de la 1 de TVE), a pesar de haberse dejado por el camino, ya digo, el 40,5% de los sufragios alcanzados en 2017. Por no hablar de la CUP, los chicos de la gasolina, que ha pasado de 4 a 9 escaños a pesar de haber perdido 6.169 votos respecto a los 195.246 que contabilizó en 2017.
La aritmética, cabezona como es, invita a una lectura de los resultados muy poco caritativa con el mundo indepe. En efecto, las tres formaciones independentistas (ERC, Junts y CUP), que en 2017 obtuvieron 2.079.340 sufragios, se quedaron el domingo en 1.360.696, lo que equivale a decir que el eje nuclear del separatismo ha perdido 718.644 votos de unos comicios a otros, un 34,6% ni más ni menos. Aquella cifra de 1.360.696 votos equivale al 17,6% de la población total de Cataluña (7.722.203 personas, según el censo de 2020) y al 25,04% de su censo electoral (5.433.979 personas). Ese 25% llega hasta el 26% si a los tres citados se le suman los votos de partidos minoritarios (incluido el PdCAT de Artur Mas, qué papelón el del delfín de Jordi Pujol) que no han obtenido escaño. La conclusión es clara, el independentismo ha perdido 11 puntos (del 37% al 26%) del censo electoral entre 2017 y 2021, y de hecho el voto separatista se encuentra hoy en niveles similares a 1980. La otra conclusión, más demoledora aún, es que con el 17% de la población y el 26% del censo no se independiza ni una escalera de vecinos.
El hundimiento del centro derecha
Esta es la verdad. El resto es propaganda. Una propaganda que vorazmente devora un centro derecha al que le ha dado un aire. Porque resulta que el único partido que ha perdido las elecciones catalanas, si a los signos externos hemos de atenernos, ha sido el PP. A Pablo Casado le ha faltado tiempo para levantar la mano y decir “sí, yo soy el derrotado”, al punto de que para corroborarlo anunció el martes la venta de la sede de Génova, de donde se infiere que por primera vez un edificio carga con el mochuelo de un fracaso electoral. Maravillosa aportación al pensamiento político contemporáneo. Es evidente que su resultado ha sido malo, pésimo si se quiere, porque se ha dejado en la cuneta 76.603 (el 41,2%) de los 185.670 votos que obtuvo en 2017 (que ya era muy malo para un partido que aspira a gobernar), pero lo asombroso es que el PP se cuelgue mansamente el sambenito y asuma en público su derrota. Es otra de las variantes del drama español: la aparente ausencia de vida inteligente en Génova 13.
Y una desazón profunda, un rastro de inconsolable despecho recorre hoy el universo separatista y estalla en furia y fuego por las calles de Barcelona al asumir en secreto que la Ítaca nacionalista está cada vez más lejos y que el hedor que despide la ciénaga ha alejado ya del templo a casi el 35% de la feligresía. Se repite la historia con más de 80 años de retraso. Separatistas, comunistas airados y anarquistas antisistema ocupando la calle. Con la derecha local comprando la soga con la que va a ser ahorcada y el PSC flirteando con unos y otros. Una copia casi perfecta de los barceloneses años treinta. “Anarquistas y comunistas se matan a tiros en Barcelona”, titulaba el 5 de mayo de 1937 La Almudaina, diario de la mañana, Palma de Mallorca: “Situación caótica. La FAI y la CNT contra la Generalidad a la que apoyan socialistas y comunistas. Los prohombres de los partidos desde la radio de la Generalidad pedían anoche ansiosamente ¡alto el fuego! ¡alto el fuego! Los hospitales llenos de heridos y muertos. Llamamiento a los “rebassaires” para que acudan a Barcelona a defender el Gobierno”. Leído ayer: “Esquerra se alinea con la CUP y Junts para modificar el modelo policial catalán”. El trío separata quiere que los Mossos d’Esquadra ofrezcan amablemente un libro y una rosa, como en Sant Jordi, cuando vean venir a un energúmeno dispuesto a rociarles con gasolina y prenderles fuego. Hasta aquí ha llegado la paranoia separatista. “Me muero de ganas de montar una empresa en Cataluña”, tuiteaba un tal Ricardo esta semana. “Todo son ventajas”.
El trío separata quiere que los Mossos d’Esquadra ofrezcan amablemente un libro y una rosa, como en Sant Jordi, cuando vean venir a un energúmeno dispuesto a rociarles con gasolina y prenderles fuego
En esta Cataluña en fase terminal no hay lugar para un Salvador Illa, qué descansada vida, que ha sesteado durante meses mintiendo a los españoles desde su despacho en Sanidad con las cifras de muertos de la pandemia. No es lugar para tímidos taimados. Pronto será un mueble más aparcado en un Parlament dominado por la abrasiva doctrina separata. También su mentor se dará pronto cuenta de que los resultados del domingo le han dejado mensajes inquietantes. Porque ERC, la pareja de baile con la que pensaba aliviarse en Madrid y en Barcelona, ha decidido elegir a Junts y a la CUP, los de siempre, como socios para formar nuevo Govern. Son los eternos complejos de inferioridad de una Esquerra incapaz de abandonar la sombra del “padre”, incapaz el menestral de romper con el amo de la finca, antes Pujol y ahora Puigdemont. La reedición de ese Gobierno empeñado en una independencia imposible priva a Sánchez de su fórmula de oro: un tripartito en Barcelona y otro en Madrid y a vivir que son dos días. El sueño húmedo de Iván Redondo en las sentinas de Moncloa, porque era la receta que podía asegurarles un tranquilo discurrir a lo largo y ancho de la legislatura.
¿Abocados a nuevas generales?
Esa esperanza se ha evaporado, de modo que a Sánchez le va a resultar más difícil seguir contando con el apoyo del independentismo para mantenerse en el machito, lo que quiere decir que a los españoles nos va a costar todavía más aguantar en Moncloa a este descuidero de la política sin ideología conocida. Razón que abona la tesis de que el sujeto podría estar acariciando la idea de disolver las Cortes y convocar nuevas generales el próximo otoño o, a lo más tardar, la primavera de 2022. Con la alegría del rebote económico que la vacunación traerá bajo el brazo y antes de que la crisis de deuda empiece a enseñar la oreja. Con Podemos convirtiendo el Gobierno de coalición en un perpetuo sin vivir. Y con el PP a por uvas, ocupado los próximos meses en la búsqueda de piso y en la mudanza. Es fácil imaginar la escena: “Lo he intentado todo, he tratado de gobernar con comunistas, con independentistas y hasta con filoetarras, pero me ha resultado imposible. Vuelvo a someterme a la confianza de los españoles y lo hago por el bien España. Envuelto en su bandera. Para salvar nuestra democracia del peligro fascista que representa la extrema derecha de Vox”. El cuento completo.
Y mientras tanto, España (esa “aventura truncada, orgullo hecho pedazos” de Blas de Otero) se desangra. Consumado cínico, el doctor Sánchez fue a Extremadura a recitar lo que llevaba aprendido sobre la violencia y volvió raudo a su guarida, dispuesto a ver pasar los días desde la atalaya de Moncloa mientras las calles siguen ardiendo. Vuelve “El problema de España; España como problema; el laberinto español; las dos Españas; España, país dramático…” con que Fernando García de Cortázar da inicio a su espléndido Y cuando digo España (Arzalia). La España que ayuna de un proyecto motivador, carente de cualquier “viva pasión o noble empeño” que cantaba Rubén Darío. Las décadas, más bien los siglos, empleados en angustiosa búsqueda de modernización, democracia y consenso para un país en apariencia condenado al atraso, la pobreza y la barbarie, parecen haber servido de poco. De nuevo nos enfrentamos a una de esas coyunturas que amenazan con hacernos perder pie con la convivencia y el progreso. “Aquí todo es muy sencillo –dice un personaje de La calle de Valverde, de Max Aub– estamos todos contra todos”. A punto de regresar a lo peor de nuestra historia. Otra vez. Lo que hoy se vive en España huele a enfrentamiento civil, a caos, a ruptura, a sálvese quien pueda. Una semana peor que la anterior. Es la España jaula de locos “atacados de una manía extraña: la de no poder sufrirse los unos a los otros”, que escribió Ganivet en su Idearuim español. Nada que hacer mientras este aventurero de la política, necesitado del respaldo de lo peor de cada casa para continuar hozando en el poder, siga en Moncloa.