CARLOS SÁNCHEZ-El Confiencial
- El debate de totalidad de los Presupuestos se ha convertido en una moción de confianza. Se ha adulterado su naturaleza, que es fundamentalmente de política económica.
En la misma línea, el presidente Hoover, que no era un conservador en el sentido tradicional del término, defendió que el Gobierno no debía usurpar funciones de la economía privada, y en aras de ese objetivo, presionado por Andrew Mellon, su secretario del Tesoro, recomendó una reducción de impuestos en diciembre de 1929. Es decir, apenas dos meses después del crac bursátil.
La rebaja de la presión fiscal, sin embargo, no era una respuesta al batacazo de Wall Street, sino que estaba prevista, por lo que Hoover, como sostiene Temin, solo antepuso su ideología a lo que en ese momento interesaba al país. “La política monetaria y fiscal era contraccionista a principios de los años treinta; no se adoptó iniciativa alguna para ayudar a la economía”, concluye el veterano profesor de Massachuse
Algo parecido sucedió en la Alemania de aquellos años. Los sucesivos gobiernos se negaron a adoptar una estrategia fiscal expansiva porque se adhirieron al patrón oro —tras la dura experiencia de la hiperinflación de los primeros años veinte— con una tenacidad idéntica a la de la Administración estadounidense, lo que acabó por aumentar aún más las tensiones existentes en la sociedad de Weimar. No hace falta recordar lo que sucedió después.
Estos dos ejemplos deberían ser suficientes para explicar por qué, en un contexto como el actual, son necesarias políticas expansivas. Es decir, estrategias fiscales contracíclicas con el fin de estimular la demanda. Los bancos centrales, de hecho, aprendieron la lección de la Gran Depresión y desde entonces, cuando vienen mal dadas, salvo la inexplicable parálisis del BCE inmediatamente antes de la era Draghi, aumentan la liquidez todo lo que sea necesario dándole a la máquina de hacer billetes.
Este debería haber sido el debate de fondo de los Presupuestos Generales del Estado para 2021, que hoy, tras el previsible rechazo a las enmiendas de totalidad, iniciarán su tramitación.
Nada que negociar
Ese debate, sin embargo, ha pasado de largo. Sin duda, porque la tramitación de los PGE es hoy una cuestión más política que económica, y tanto Sánchez como Iglesias necesitaban que en la votación de este mediodía se visualice que sigue viva la mayoría de la moción de censura. Era obvio que Casado —y tal vez Arrimadas— iba a disponer de argumentos poderosos para no negociar nada con un Gobierno que se apoya en Bildu y ERC; pero eso es lo que menos le preocupa a la Moncloa, que, de esta manera, tiene manos libres para hacer el Presupuesto que quiera.
Este ninguneo a la naturaleza económica de los Presupuestos es todavía más evidente si se tiene en cuenta que tampoco la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, sugirió un debate poderoso sobre la piedra de bóveda de estos Presupuestos, cuya expansión descansa sobre el dinero que viene de la UE. El crecimiento del gasto no es, por lo tanto, un triunfo de Sánchez o de Iglesias, sino de los Veintisiete, que en esta ocasión se han dado cuenta de que la austeridad iniciada en 2008 fue un dislate.
El Gobierno, en definitiva, se ha aprovechado simplemente de un cambio de estrategia en la UE, algo que no pudieron disfrutar los ministros de Zapatero, quienes tuvieron que ejecutar los dictados de Merkel (ahí está el artículo 135 de la Constitución). Sería bueno, por ello, que el Gobierno no se pusiera medallas que no le corresponden. Claro está, salvo que hubiera podido aumentar de forma relevante la recaudación para financiar el aumento del gasto público, algo que, obviamente, no ha sucedido: España sigue condenada a la maldición del 38%. ¿O es que la suspensión de las reglas fiscales no fue una decisión también de Bruselas, lo que ha permitido aumentar el espacio fiscal?
Moción de confianza
Esta ausencia de debate sobre el contenido real de los PGE no es irrelevante. Tiene que ver con una cuestión formal de enorme importancia. La Ley de Presupuestos, dada su relevancia, es la única norma que antes de ser tramitada debe ser sometida a una especie de ‘nihil obstat’ por parte del Congreso, lo que en realidad la convierte en una moción de confianza por la puerta de atrás.
Esta ‘anormalidad’ debería eliminarse, algo que permitiría tanto su tramitación automática —gobierne quien gobierne— como una discusión franca sobre la política económica y su ley fundamental. De esta manera, se obligaría al Gobierno de turno a debatir las enmiendas parciales que presenten los grupos sin apriorismos y sin jugar a mayorías que pueden acabar siendo ficticias. Algo que no sería incompatible con que al final de la tramitación hubiera una votación global sobre el texto, pero ya con las enmiendas aceptadas por el Congreso, y en función de ello, votarían los grupos.
En su lugar, el legislador optó por una discusión más política que estrictamente económica, aunque es evidente que la economía es también política, lo que explica la inutilidad del debate de este miércoles.
Esta incongruencia, primero se vota y después se discuten las enmiendas, hace que en el debate todos los grupos hiperventilen o se pongan estupendos, como si tanto el PSOE como el PP, que son los únicos partidos que han gobernado (salvo UCD), no tuvieran nada que ver con los problemas que ahora denuncian. Y lo que no es menos significativo, en ambos casos sin ofrecer evidencias sobre la eficacia de las políticas públicas aprobadas en los años anteriores. Es decir, se gasta dando palos de ciego o, incluso, se recauda sin saber realmente si el sistema fiscal es equitativo o si responde a lo que se pide de él.
Oficina presupuestaria
Esta realidad tiene que ver con una carencia que es clamorosa. La inexistencia de una oficina presupuestaria dependiente del Congreso dotada de medios y suficientes funcionarios capaz de evaluar las políticas públicas. Una labor que debería ser complementaria a la que ejerce la AIReF, quien en coherencia con su naturaleza realiza evaluaciones técnicas, pero no políticas, que es una competencia del Parlamento. Desde el punto de vista técnico, se puede acreditar que un determinado crédito presupuestario es una ruina, pero, precisamente porque no hay nada más político que la economía, debiera ser la oficina presupuestaria quien debería evaluar los resultados.
La inexistencia de una arquitectura institucional digna de tal nombre en el proceso de tramitación de los PGE —ya ni siquiera los gobiernos se avergüenzan de presentar las cuentas del reino cuando les viene bien y no cuando obliga la Constitución— es lo que explica que no se pueda hablar de un Presupuesto de país, como le gusta decir a la ministra Montero. A lo sumo, de medio país. Entre otros motivos, porque al garantizarse el Gobierno de turno una mayoría suficiente en la votación de devolución de los PGE, que hoy se hará realidad, no tiene ningún incentivo para pactar con la oposición nada, ni una sola enmienda, aunque lo que se proponga sea razonable para el interés general.
Por el contrario, lo que se busca en el pleno, que cada vez suscita menos expectación, es afear a la oposición —sea de un partido o de otro— que no se entregue con armas y bagajes al Gobierno de turno si no quiere ser llamada traidora a la patria en tiempos difíciles, lo cual es un disparate político. El despropósito alcanza niveles estratosféricos si se tiene en cuenta que el papel lo aguanta todo, como lo demuestran los bajos grados de ejecución de algunas partidas (30-40%), que hacen que lo aprobado sea en algunas secciones verdadero papel mojado.
El Tribunal de Cuentas, por ejemplo, en la cuenta general del Estado de 2018, ha observado que el Gobierno no aportó información sobre el grado de ejecución del presupuesto de beneficios fiscales, cuya cuantía no es cualquier cosa: 34.825 millones de euros.
¿Cuál es el resultado? Unos Presupuestos de carril que se aprueban año tras año, aunque en esta ocasión han sido alterados por los fondos europeos. No parece una gran aportación en medio de unas circunstancias excepcionales y con un modelo productivo que hay que reinventar. Más de lo mismo.