Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo

Dentro del inconmensurable capítulo de los compromisos/concesiones pactadas con Junts para la actual legislatura figuraba la publicación de los datos que se consideran necesarios para realizar las balanzas fiscales. Como es natural, el interés de la formación independentista no es académico sino puramente político, ya que piensan encontrar allí, en los datos de los intercambios financieros entre el Estado y las comunidades autónomas, la justificación a sus demandas de una mayor y mejor financiación. El compromiso se ha cumplido, pero el esfuerzo será baldío. ¿Por qué razón?

Pues en primer lugar por la evidencia, nunca bien asimilada, de que las comunidades autónomas no pagan impuestos, lo hacen las personas. En ese sentido la auténtica discriminación consistiría en que, a igualdad de renta y situación personal, los catalanes pagasen más que los extremeños o los andaluces más que los madrileños. ¿Sucede tal cosa? Puede ser, porque con el paso del tiempo las autonomías han asumido una capacidad normativa limitada en la imposición directa, de tal manera que existen tramos en los que su intervención puede producir, y produce, diferencias impositivas. Es una derivada lógica. Si se transfieren competencias a las comunidades no se puede quejar nadie después de que las usen, y el uso conduce inevitablemente a la diferencia.

Pero es que además, la regionalización del ingreso es posible, pero la del gasto es imposible, dado que la imputación de las intervenciones de aquellos organismos que operan en varias comunidades queda siempre condicionada por criterios complejos, no siempre objetivos. Y por último, ¿por qué razón deberíamos considerar solo los intercambios fiscales? Podríamos incluir el saldo de cotizaciones y prestaciones de la Seguridad Social, que es mucho más objetivo, o los movimientos financieros y comerciales que durante décadas fueron favorables a los demandantes o el coste de las reconversiones industriales o el efecto que tuvieron en su día las protecciones arancelarias.

En definitiva, este es un tema político, que sirve para poco más que para alimentar posturas políticas siempre interesadas y casi siempre egoístas y desintegradoras, que tienen poco que ver con la compleja y entrelazada realidad de un Estado cuya edad se mide en siglos. Por el contrario servirá para despertar viejas suspicacias y sustentar controversias inagotables. Sería mucho mejor que dejásemos de mirar tanto al pasado y nos centrásemos en diseñar las bases de un futuro común, que es ya suficientemente complejo. Lo malo es que no todos quieren que sea común…