Miquel Giménez-Vozpóppuli
Cataluña huele mal. Huele a moho, a herrumbre, a aguas estancadas. Huele a orín de los que miccionan en las paredes del estado, al vómito de los que carecen de estómago para soportar todo esto. Es perfectamente descriptible: olor a la derrota de toda razón y toda moral.
Ese olor es el de un crío que defeca incesantemente, sin que nadie le cambie los pañales o, qué cosas, el del anciano que se orina encima por no saber contener su vejiga. Eso es Cataluña, la contradicción entre el niño que no sabe y el viejo que olvidó saber, un ser amorfo que balbucea entre heces esperando que alguien lo limpie. Parafraseando el título de una obra de Benet i Jornet, es un viejo y conocido olor para los catalanes, acostumbrados a disimular la peste a cloaca con el perfume barato que los políticos han esparcido por años. Pero cuando uno rocía de Chanel una mierda, una mierda rotunda, grotescamente enorme, insultantemente hedionda, la peste se convierte en algo mucho peor. El mal olor natural de una sociedad que solo ha sabido producir diarrea es infinitamente más perverso si se quiere disimular con fragancias artificiales. Sería mejor oler la defecación a nariz abierta, a cuerpo, aún a riesgo de desmayo ideológico, que fingir con la pinza en el apéndice nasal que nada está descomponiéndose.
Hiede. Hiede a cadáver putrefacto al que nadie osa tocar ni mucho menos dar cristiana sepultura. Los gases mefíticos de una administración autonómica, desangrada en gabelas para correligionarios, adquieren una intensidad acre, insultante. Ha hecho calor y la descomposición de ese cuerpo llamado Cataluña se ha acentuado de manera insultante para los que aun poseen olfato. Es la peste que emana de lo que embarró en su día en la ciénaga y permaneció criando organismos infectos y miasmas contagiosas.
Algunos creen que perciben política en estos pagos. Qué error. Aquí solo restan los olores antiguos de un pujolismo que basó su única estrategia en trampas de truchimán y una garduña de follones mal avenidos, como ahora bien se conoce. ¿Qué análisis se le pide al que empuña la pluma para describir este piélago de inmundicias? ¿Qué soluciones? ¿Qué ideas? Nada puede pedirse porque, ante la corrupción de la carne social y del espíritu público, lo único que resta es enterrar bien hondo aquello que apesta para evitar que contamine más el aire que respiramos todos.
Su pestilencia viene de antaño, desde el momento en que alguien creyó que por nacer en un lugar u otro o por hablar esta lengua o aquella ya era diferente del resto y tenía diferentes derechos»
Sí, un viejo y conocido olor recorre ese Parlament de ese aire naftalínico, que solo atesoran las habitaciones cerradas durante muchísimo tiempo, en los que los orines de los que tuvieron miedo ante la ola de podredumbre y los zurullos de quienes la auspiciaron empapa escaños y cortinas, atriles y despachos. Un olor que sale reptando del edificio para llegar hasta el último rincón. Ese olor del que nadie puede escapar, el olor a la tumba que cavaron unos cuantos y ha de servir para albergar a todo un pueblo. Su pestilencia viene de antaño, desde el momento en que alguien creyó que por nacer en un lugar u otro o por hablar esta lengua o aquella ya era diferente del resto y tenía diferentes derechos.
Conocemos bien el olor imperante que emana de esas flores del mal que son quienes dicen gobernar. Es el del egoísmo del muerto que ya no tiene por qué compartir ni agradecer. Es el olor de todos los días, el del separatista enloquecido o el del mena con un machete, el del cargo que insulta por su boca torpe o el del cipayo que le acomoda el sexo para que se desahogue. Lo peor de todo es que, a fuerza de olerlo, ha devenido en cotidiano y, por tanto, muchos se han acostumbrado a él.
Es olor a decadencia, a lo que ya no tiene remedio, olor a fracaso que se perpetua en una pléyade de inutilidades políticas que, cagándose y meándose encima, solo quieren que su mierda se la limpien otros porque son incapaces de hacerlo ellos mismos.
Olor a nacionalismo, a separatismo, a exclusión, a lavabo de colegio en el que se acabó hace años el desinfectante. Olor a Cataluña.