Gabriel Albiac, ABC, 31/10/12
El nacionalismo no es un discurso en cuya eficacia lo racional juegue papel alguno. Es un impulso emocional asentado sobre tierra y sangre
MARZO de 1933. «La señorita von B. debía venir a buscar un libro a mi departamento». La historia la cuenta el filólogo Victor Klemperer. «Está usted radiante», comenta él cuando la ve entrar. «¿Ha tenido usted una experiencia particularmente feliz?» «¿Particularmente feliz?», replica ella. «Me he rejuvenecido diez años, qué digo, ¡diecinueve! ¡No me sentía así desde 1914!» Klemperer entiende. No hace ni veinticuatro horas que Hitler ha asumido todos los poderes. La prensa de esa mañana recoge su amenaza Parlamento: «Uds. ya no son necesarios. La estrella de Alemania se alzará y la de Uds. se hundirá. La hora de su muerte ha sonado». Victor Klemperer es judío y sabe lo que le espera: la inhabilitación docente. No puede entender que una culta profesora pueda hablar así. Se lo hace notar: «¿Y me dice usted eso a mí? Me lo dice cuando ve, oye y lee cómo humillan a personas próximas a usted, cómo juzgan obras que usted apreciaba hasta hace un momento, cómo reniegan de todas las creaciones del espíritu que hasta ahora usted…» La señorita von B. le interrumpe, condescendiente: «Querido profesor, no contaba con su sobreexcitación nerviosa. Debería tomarse unas semanas de vacaciones y no leer periódicos. Se deja usted ofender y desvía la atención de lo esencial a causa de minucias y borrones inevitables en estos grandes cambios. Dentro de poco tiempo juzgará usted de muy otra manera·. Dentro de poco tiempo, Klemperer verá exterminar a sus parientes y amigos. Sobrevivirá, al menos: casi un milagro. Y dejará el frío testimonio de cómo una lengua se trueca en artilugio asesino, en su Lengua del tercer imperio.
La Lengua del tercer imperio, ese manual de la locura cotidiana que Klemperer pudo dar a la luz en 1946, me viene continuamente a la memoria en la red de palabras que tejen hoy el delirio nacionalista catalán. Los desbarres de Hitler o de Rosenberg podían mover a hilaridad hasta 1932. En no menor medida que la garantía de reducir las muertes por cáncer en un 5% e incrementar fabulosamente la esperanza de vida que CiU promete a los catalanes, una vez liberados de la lápida de muerte que el yugo español les impone. Divertido, ya es. Lo que esa pantalla idílica encubre, tiene menos gracia. Casi un centenar de los diputados que escucharon el epitafio de Hitler aquel 23 de marzo de 1933, acabaran asesinados.
Es difícil tomarse en serio una ristra de disparates como aquellos sobre los cuales el nacionalismo —ya sea el socialista de la Alemania de entreguerras, ya sea el piadoso de la Cataluña en vísperas de despeñarse— alza sus mitologías. Pero el nacionalismo no es un discurso en cuya eficacia lo racional juegue papel alguno. Es el último episodio de una tragedia: la del romanticismo político, la de un impulso emocional asentado sobre tierra y sangre. Ni tierra ni sangre saben nada de razones; sí, de impulsos primarios. Nada hay más eficaz para lanzarse al abismo que un cúmulo de emociones sin filtro lógico. Cuando un político cruza esa frontera, la inercia de lo puesto en marcha es garantía de que amaneceremos en lo peor. Felices, además, de haberlo conseguido.
La señorita von B. se presentó en casa de Klemperer, meses más tarde. Era una dama educada. «¿De dónde viene su certidumbre en el futuro de Alemania?», le pregunta el catedrático ya depurado. «De donde viene toda certidumbre», responde ella: «de la fe… Nuestro Fuhrer tiene razón contra la inteligencia estéril. Yo creo en él». Klemperer sabe entonces que todo está perdido. Creer es tan grato…
Gabriel Albiac, ABC, 31/10/12