JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO 06/04/13
· La ponencia de pacificación puede desviar la atención de las carencias del Gobierno de Vitoria pero en nada contribuirá a pretendidos objetivos de normalización.
Ala vista de cómo discurren los acontecimientos, no estaría de más recordar que hace ya unos cuantos meses se celebraron unas elecciones autonómicas, se produjo un cambio que devolvió al nacionalismo al Gobierno –ya que en el poder se había mantenido–, se celebraban las condiciones excepcionales para que florecieran los intereses vascos por la conjunción del cese etarra y de la mitificada capacidad gestora del PNV en una economía no afectada por la burbuja inmobiliaria. Pero estamos metidos en abril y la legislatura ofrece una persistente impresión de parálisis, como si el peso de un misterioso plomo lastrara la acción de gobierno y privara del liderazgo que la situación reclama. La combinación de temor escénico, magro respaldo parlamentario del Gobierno vasco –apenas un tercio del Parlamento– y las complicaciones políticas y discursivas que introduce la presencia de la ‘izquierda aberzale’ en la estrategia jeltzale ha convertido este periodo en una larga espera de la iniciativa gubernamental en vez de la esperada exhibición de potencia política que se le suponía. De la expectativa se ha pasado a la perplejidad que parece sentir el propio Gobierno nacionalista ante las diferentes encrucijadas en las que tiene que optar, mucho más cuando la crisis económica se hace presente de una manera tardía, tal vez inesperada pero dura y exigente en cuanto a las decisiones que hay que adoptar, en lo que insisten, con un apremio creciente, las voces mas autorizadas del empresariado vasco.
En ese panorama, frente a la atonía que imprime un Gobierno plano, destaca de manera muy poco comprensible que lo único activo sea el movimiento de esa rueda que gira en torno al imaginario nacionalista del terrorismo de ETA: conflicto, violencias simétricas, pacificación, normalización y –nadie debe engañarse en este punto– modificación del marco jurídico-político; cuando ETA mataba, para que no lo hiciera, y ahora que no mata, para que ETA no lo vuelva a hacer.
Hay dos factores que en las últimas semanas se han definido con una nitidez indiscutible. Por una lado, se ha hecho visible que la legitimación del terrorismo de ETA es la tarea fundamental que continua desempeñando el complejo político, ahora en la legalidad, que ha montado la izquierda abertzale para su presencia en las instituciones y la ocupación creciente del espacio público. Lo sorprendente es que sorprendan declaraciones como las de la señora Mintegi, a pesar de su intento de hacerse pasar por la buena samaritana, que lamenta las muertes que se podrían haber evitado si se hubiera dado la razón a la organización terrorista. En otras palabras, proclamar que a Fernando Buesa le asesinó el déficit democrático consistente en no rendirse a los terroristas.
El cese definitivo anunciado por ETA ha llevado a muchos a interpretar que, para la izquierda abertzale legalizada, la organización terrorista se había convertido en el consabido jarrón chino, muy valioso para ellos –no hay más que leer los emocionados elogios a las sangrientas biografías de los terroristas–, pero un estorbo a la hora de colocarlo en la nueva situación. Y no es así. Para la izquierda abertzale, ETA no es un jarrón chino; ha sido, es la piedra angular del proyecto que se han visto forzados a continuar en un marco de legalidad al que formalmente declaran someterse. Sortu y compañía no es que rechacen a ETA, tampoco que hayan mantenido una sórdida familiaridad con el asesinato aunque materialmente fueran otros los que lo perpetraran. Es que necesitan legitimar lo que ETA ha significado, como condición imprescindible de pervivencia del proyecto político que promueven. Esas siglas, ETA, les tapan también a ellos, los ‘políticos’; esas siglas remiten a la épica de una guerra secular que ahora –no se sabe por cuánto tiempo– hay que librar por otros medios y, por si esto fuera poco, esa mismas siglas les permiten a ellos, a los ‘políticos’, pasar al mismo tiempo por gudaris y pacificadores.
Por su parte ETA, desalojada de Oslo, está en lo que cabía esperar: en hacer más precario el cese anunciado, amenazando con indeterminadas «consecuencias negativas» por la negativa del Gobierno a emprender una negociación que de ‘técnica’ sólo tiene el nombre que le ponen los que abogan por ella, y haciendo que se airee el fantasma de una escisión de los ‘duros’ – ¡otra vez andamos con éstas!– para intentar que el Gobierno o el Partido Popular se vean impulsados a cometer el tipo de errores que ETA busca y necesita.
El recorrido de Sortu y ETA hasta aquí debería enmarcar, por decirlo suavemente, la ponencia sobre pacificación que parece abocada a constituirse el próximo jueves en el seno del Parlamento vasco. Lo último que se sabe de los socialistas son la declaraciones de Patxi López exigiendo del Gobierno de Rajoy el cambio de la política penitenciaria en el tono con el que alguien se dirigiría a un mal pagador, instando a saldar una deuda que, desde luego, ni el Gobierno ni el Estado de derecho tienen con ETA.
La ponencia pierde todo sentido reconocible y se evidencia como un ejercicio superfluo. Puede desviar la atención de las carencias del Gobierno de Vitoria pero en nada contribuirá a pretendidos objetivos de normalización, cuando ésta pasa por una reivindicación nítida de las víctimas de ETA, sin la búsqueda de simetrías ni de ingenierías morales como las que se proponen desde las posiciones de aquellos que más ardorosamente alientan la iniciativa. La intervención de Antonio Basagoiti en el pleno dedicado al ‘conflicto’, con algo tan sencillo como la mera lectura de los nombres de los asesinados por ETA , mostró que, manteniendo la claridad moral y el rigor político, nada aportan iniciativas de desarrollo incierto y lenguaje tortuoso que insisten en una agenda equivocada para afrontar la derrota del terrorismo de ETA y la reconstrucción cívica de la sociedad.
JAVIER ZARZALEJOS, EL CORREO 06/04/13