David Gistau-El Mundo
De repente, el último verano. Justo cuando creía haber apañado una supervivencia precaria hasta el final de la legislatura, el presidente del Gobierno se encontró entrando en el Hemiciclo para su última vez entre nosotros. La corrupción, que tantas veces le detonó y le quedó alojada como una esquirla inoperable, al final mató su Gobierno de septicemia. Se trata de una salida de la vida pública violenta, imprevista, tan desagradable como un desalojo por la fuerza, de la cual Rajoy sólo podría redimirse hoy confiriéndole la dignidad del seppuku con una dimisión. Ello, para lo cual necesita aceptar que está acabado, le permitiría además bloquear la llegada de Sánchez y su caballería tártara a Moncloa y retomar, de alguna manera, un mínimo control de su propia decadencia, que fluiría hacia las elecciones.
El debate parlamentario era inútil. El destino del país se estaba decidiendo en un despacho de la ciudad de Vitoria. Pero al menos, en su despedida, Rajoy se concedió a sí mismo una última intervención parlamentaria briosa. Es verdad que Ábalos se lo puso fácil al decir cosas como que había leído «partes» de la sentencia que todo lo justifica: le faltó decir que iba a esperar a que saliera la película. Pero Rajoy vindicó sus victorias electorales como si éstas tuvieran valor absolutorio en cuanto a la corrupción. Auguró hasta plagas bíblicas una vez que él no esté. Se refirió a la «nocturnidad» y «el apresuramiento» de la moción y procuró dejar perfectamente identificadas todas las contradicciones y las asociaciones contranatura de Sánchez en su empeño de tocar poder hasta por las vías de un Fausto.
Fue como cuando un ejército llena de trampas explosivas la ciudad que ya no podrá mantener. Daba la impresión de que llevará seis meses en casa y aún no habrá comprendido por qué la historia y la nación fueron tan ingratas con él. Eso, paradójicamente, lo igualará a Aznar, pero con melancolía allí donde Aznar desarrolló cólera.
PEDRO SÁNCHEZ
En su regreso al Parlamento, cuando entró en el Hemiciclo, Sánchez suspiró como si en ese preciso instante estuviera terminando un largo exilio en la periferia durante el cual hizo hasta una vida de viajante en Peugeot que se vendiera a sí mismo puerta a puerta como si fuera una enciclopedia. Sánchez tiene una capacidad de resistencia como la de un malevo de telenovela al que los guionistas no supieran ya cómo hacer volver. Su ambición es el motor de una Zodiac y además tiene una capacidad de adaptación ajena al rigor de los principios y todo le resbala, los reproches, las contradicciones, las acciones sórdidas.
Ejemplo de este desahogo fue el modo en que ofreció al PNV el tributo de unos presupuestos populares contra los cuales había debatido ferozmente haciéndolo pasar por un acto de sentido de Estado. Esa desfachatez le será muy necesaria, si hoy sale ungido presidente, para sobrellevar todos los demás tributos, los que tendrá que pagar a estos nuevos socios que hasta hace dos días eran golpistas involutivos y supremacistas, representantes de todo cuanto amenaza al régimen del 78 y a Europa.
Ayer, Sánchez comenzó a adaptarse a esta nueva correspondencia con el independentismo montaraz aboliendo los motivos por los cuales apoyó el 155 y señalando la única culpa en el Gobierno de Rajoy, como si en el bloque indepe no hubiera habido sino la mala suerte de no encontrar en Madrid un interlocutor a su altura.
Ahí, en ese momento, fue introducida España en el laboratorio del doctor Frankenstein, donde será sometida a unos experimentos de la que no sabemos muy bien con qué aspecto saldrá. Si es que sale.
El acierto parlamentario de Sánchez consistió en insistirle a Rajoy en que con su dimisión acababa la moción. Rebajaba así la impresión de que sólo le importa ser presidente a cualquier precio y trasladaba la iniciativa a Rajoy, como si la moción se la estuviera haciendo a sí mismo por su reticencia a aceptar su destino terminal.
AITOR ESTEBAN
Parecía el hombre de Johnny Cash que trae la lista con los nombres de los que van a morir o a vivir. Su situación, que era un inmenso homenaje a la capacidad de coacción nacionalista de la que iban a librarnos los nuevos partidos, le vino dada por las circunstancias, según él, y era casi accidental.
Su intervención fue un resumen de la deliberación del sanedrín del PNV: los pros y los contras. Nos acusarán de complicidad con el corrupto o de agentes de la inestabilidad, pero de algo nos acusarán. Al final, la contorsión verbal para justificar el sí consistió en apelar a la ética –la que no impidió negociar los presupuestos– y en decir que era el remedio contra otro tipo de inestabilidad, la derivada de una larga agonía marianista trufada de sentencias demoledoras y de nuevas mociones. La agonía que Rajoy podría evitar amputándose a sí mismo como si él contuviera toda la gangrena.
INDEPES
Campuzano y Tardà. Era difícil no apreciar su euforia de dueños repentinos del cotarro. Ven una oportunidad de apoderarse del relato, de aprovechar una inesperada posición de fuerza y hasta de salvar, con su sola compañía, a Sánchez del gen franquista que envenenaría al PP y tendría horripilada a toda Europa. Es difícil saber quién se opondrá, a partir de ahora, a esta difamación colosal y a una asonada que jamás se replegó. Sánchez puede hasta levantar una sociedad civil que acaba de acostumbrarse a defender a España y al 78.