IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÏS
- Los días previos a la cita electoral están revelando un problema de fondo: lo que parece una diferencia entre las preferencias privadas de los ciudadanos y lo que se ve en el ámbito público
La campaña electoral en la que estamos inmersos está resultando un tanto anómala, no tanto por las estrategias de los partidos, sino por un problema más de fondo: la aparente divergencia entre las preferencias privadas de los ciudadanos y lo que se observa en el ámbito público, tanto en la calle como en los medios.
Si se analiza el plano de lo público, la impresión que se obtiene es la de una mayoría abrumadora, incontestable y aplastante de las derechas. El discurso del antisanchismo lo anega todo, desde los vídeos en redes sociales en los que algunas personas salen gritando improperios contra el Gobierno y su presidente, cuyo ejemplo máximo es el “Sánchez, que te vote Txapote”, hasta las entrevistas “espontáneas” que hacen los periodistas a pie de calle, pasando, por supuesto, por la mayoría de los medios, descaradamente hostiles al Gobierno de coalición.
Las personas irritadas dan por supuesto que su irritación es universal y, por eso, no tienen reparo alguno en mostrar su crítica en público. Es más, revelan un cierto orgullo en la manera en que se despachan contra el Gobierno. Aunque sea una anécdota, no deja de ser ilustrativa la repercusión alcanzada por el vídeo del discurso primario de una seguidora de Vox que ha resultado ser una directiva de la compañía Orange. Su falta de prudencia solo se explica por la rabia subyacente.
Gracias al efecto multiplicador que producen tertulias, columnas y editoriales, el rumor que emerge de la sociedad es ensordecedor. Parece que reine una sorprendente unanimidad en la ciudadanía. Resulta extremadamente difícil encontrar personas que piensen de otro modo y se atrevan a hacerlo público de forma tan ruidosa como se percibe entre quienes detestan al Ejecutivo; asimismo, el exabrupto “que te vote Txapote” suele quedar impune, en el sentido de que no se censura ni se cuestiona en la calle. Quienes no piensan así prefieren callarse y dejar pasar la cosa. En estos momentos, en muchos lugares de España, si se inicia una conversación política entre gente que no se conozca mucho, la opción más segura consiste en suponer que la mayoría del grupo tendrá una visión muy negativa de la coalición gobernante.
Hasta tal punto es poderosa esta asimetría en favor de las derechas que Alberto Núñez Feijóo se comporta como si fuera el presidente del Gobierno, mientras que Pedro Sánchez parece el aspirante, algo que ya se venía advirtiendo y que resultó evidente durante el debate del pasado lunes. Un clima tan compacto como este puede tener efectos de múltiples tipos, el más importante de los cuales consiste en desanimar a aquellos que no quieren un Gobierno de las derechas, pero dan la batalla por perdida. Como se ha apuntado a lo largo de las últimas semanas, la convocatoria de las elecciones arrancó con un problema de desmovilización bastante acusado en las izquierdas (agravado por fugas importantes hacia el bloque opuesto).
Si pasamos al ámbito de las preferencias privadas, las cosas son un poco distintas. Aunque no tenemos acceso directo a dichas preferencias, podemos guiarnos por las encuestas; lo que estas indican es un mayor equilibrio entre los dos bloques. Las derechas van con ventaja, desde luego, pero no está nada claro que vayan a obtener una mayoría absoluta. Todo dependerá, en buena medida, de si la percepción de que la victoria de la derecha es irreversible se mantiene o se corrige. Si al final cunde la expectativa de que los dos bloques tienen oportunidades, puede que una parte del derrotismo que reina en la izquierda se corrija.
En la precampaña y en los inicios de la campaña, las izquierdas han tratado, a toda costa, de romper la apariencia de que prácticamente todo el mundo detesta al Gobierno. En esto ha consistido sobre todo la operación de pinchar la llamada burbuja del “sanchismo”, mostrar, por un lado, que el presidente no es el político siniestro que pintan, ávido de poder y dispuesto a romper España con tal de seguir mandando, y, por otro, que el Gobierno no ha hecho nada que resulte dañino para las libertades, la democracia o el Estado de derecho.
De ahí la importancia que tenía el debate del pasado lunes. Era la ocasión para que se produjera una cierta reconciliación entre el ámbito público y el de las preferencias individuales. Se trataba de que los ciudadanos percibieran que el Gobierno de coalición puede presentar unos resultados razonables y decentes, que hay un proyecto progresista de futuro que pasa por una coalición con Sumar y que los presuntos argumentos de las derechas sobre ETA, los apoyos parlamentarios y demás son, sobre todo, ruido y confusión.
El debate no salió de la mejor manera posible ni para Sánchez ni para el PSOE. No creo, por lo demás, que nadie mínimamente informado sobre la política y la economía haya podido salir muy satisfecho de las falsedades y marrullerías de Núñez Feijóo, pero el objetivo de este último no era tanto ganar voto nuevo como impedir que se movilizaran los potenciales votantes del PSOE y de Sumar, frenando de este modo la remontada que se empezaba a apreciar en las encuestas. En ese sentido, la estrategia de Feijóo estaba bien planteada, respondía a un plan claro.
En mi opinión, el debate nos retrotrajo a los tiempos del bipartidismo. Todo parecía antiguo, como en un capítulo de Cuéntame: los dos líderes de los dos partidos tradicionales, hombres los dos, tirándose a la yugular, más preocupados por el poder que por sus proyectos políticos, en una secuencia inacabable y agotadora de descalificaciones mutuas, sin ningún respeto hacia aquellos que no son forofos y esperan encontrar alguna luz en un diálogo entre políticos. El formato, la imagen de los candidatos, todo estaba destinado a crear la impresión de que la política española no hubiese cambiado a lo largo de la última década. Para hacer más añejo aún el debate, Núñez Feijóo no pudo resistir la tentación de sacar a ETA, un clásico del Partido Popular que nos ha acompañado en todos los debates desde que estos comenzaran en 1993.
Por lo demás, la política española sigue siendo plana y falta de imaginación. ¿Por qué no un debate con ciudadanos en los que estos puedan realizar preguntas en algún momento? ¿Por qué esa cosa tan artificial y absurda de los “bloques temáticos”? ¿Por qué no incluir periodistas que puedan preguntar y cuestionar los datos y afirmaciones de los candidatos? ¿Por qué no suprimir el “minuto de oro”, una intervención preparada que parece un anuncio de publicidad, y dar, en cambio, la oportunidad a los candidatos de dirigirse a los ciudadanos durante cinco-diez minutos al principio para que expongan sus principales propuestas y su proyecto general antes de entrar en el cuerpo a cuerpo?
En los próximos días veremos si el debate ha tenido algún efecto y, en caso positivo, si ha sido efímero o duradero. Probablemente, el debate no resuelva la cuestión de fondo que he señalado al principio, con lo que se mantendrá hasta el último momento la incertidumbre de si el electorado progresista se moviliza y pincha la burbuja instalada en la vida pública o la burbuja acaba envolviéndolo todo y se hace realidad el Gobierno de las derechas.