JAVIER ZARZALEJOS-El Correo
La denuncia de 150 intelectuales de EE UU revela la confrontación en ámbitos progresistas sobre la identidad, el feminismo o la idea de sociedad
La carta que 150 intelectuales estadounidenses han hecho pública para denunciar y expresar su preocupación por la creciente intolerancia de la izquierda ha provocado un verdadero incendio que sigue alimentándose por reacciones de todos los colores. Lo primero que debe destacarse es que los ‘abajofirmantes’ son inequívocamente de izquierdas y en su inmensa mayoría sí merecen la calificación de intelectuales, dicho sea sin ánimo de señalar. Lo segundo es que esta denuncia no aparece de la nada, sino que es una nueva manifestación de la confrontación que se vive en los ámbitos progresistas norteamericanos (‘liberals’ en el lenguaje político de Estados Unidos) en torno a temas como la identidad, el feminismo, la cultura, el pluralismo, el valor de ‘lo occidental’ y la propia idea de sociedad asentada en el paradigma cívico de la democracia liberal.
Un grupo de influyentes autores norteamericanos se han puesto a la tarea de denunciar desde la izquierda la descontrolada deriva del progresismo hacia las reivindicaciones identitarias más radicales, la pérdida del sentido cívico en el que se basaba la reivindicación de la igualdad y la adopción de un nihilismo agresivo disfrazado de corrección política y de exigencia de respeto a la diversidad. Por esta vía, los campus universitarios de EE UU se están convirtiendo en territorios estériles para el debate, dominados por el pensamiento único que impone la izquierda. Al pensamiento único le sirve, a su vez, una verdadera milicia del pensamiento que silencia, acosa, expulsa o aísla a quienes se atreven a disentir ¿Les suena? Las redes sociales linchan al disidente y su carrera académica, la posibilidad de publicar un libro o de dictar una conferencia quedan suspendidas.
«Se despide a editores de prensa -dice la carta- por publicar artículos polémicos; se retiran libros por su supuesta falta de autenticidad; se prohíbe a los periodistas escribir sobre ciertos temas; se investiga a profesores por citar determinadas obras literarias en clase; se destituye a un investigador por circular un estudio académico debidamente revisado y se echa a los directores de ciertas instituciones por lo que a veces no pasan de ser torpezas». Los autores de la carta señalan que, mientras que podía esperarse que Trump y los suyos se empeñaran en limitar la libertad de expresión, ven con preocupación que esta intolerancia se está asentando en el territorio del progresismo.
Si se descuenta la utilización de Trump como recurso argumental, la denuncia al progresismo es detallada y dramática. Flota el espectro de una revolución cultural a la occidental, con preocupantes similitudes en sus pretensiones destructivas con la que llevaron a cabo los estudiantes chinos en la segunda mitad de los años sesenta espoleados por la traicionera exhortación de Mao a que «florecieran mil flores». Hay miedo, censura y autocensura. Los profesores acusados de perpetuar el canon del «hombre blanco occidental y muerto», los que se oponen a la difusión del discurso del odio contra la cultura propia, no son exhibidos con un cartel injuriante colgado del cuello, pero quedan expuestos a una persecución impensable en una sociedad pluralista.
Armados con la matraca estructuralista mal digerida de Foucault y compañía, animados por un odio patológico a la matriz cultural occidental, abducidos por el multiculturalismo y el culto a la identidad -nunca la propia- encuentran en la debilidad de la izquierda ‘mainstream’ y el silencio académico y político de la derecha el terreno adecuado para dar rienda suelta a su activismo y poner en marcha eso que Scruton llamaba «la máquina del absurdo». Las cosas han llegado tan lejos y resultan tan amenazantes que desde la propia izquierda se han visto obligados a reaccionar, de manera que esta confrontación empieza a tomar el cariz de una verdadera guerra cultural interna. Lo identitario, frente a lo cívico; el feminismo, asentado en la dualidad sexual, frente a la teoría ‘queer’ del género líquido; el ecologismo posible frente al discurso primitivista; la política como proyecto social de cohesión frente a la política como campo de batalla de minorías enfrentadas.
Como recordaba recientemente Michel Onfray, «para Marx no había negros, ni amarillos, ni blancos, ni judíos ni cristianos ni musulmanes, ni hombres ni mujeres, heterosexuales ni homosexuales, sino burgueses explotadores y proletarios explotados». Desaparecido el proletariado, la izquierda ha tenido que buscar un sujeto revolucionario de sustitución y desde hace décadas anda metida en ese empeño con éxito discutible. El marxismo es irrecuperable y el progresismo de la identidad, individualista y libertario, no es una propuesta política sino una reivindicación de la más pura subjetividad que, como se ve en lo que denuncia la carta, se torna agresivo, violento e intolerante con demasiada facilidad y mucho peligro.