Una cierta autoestima

ABC 07/12/16
IGNACIO CAMACHO

· La clase política ha ido recobrando un cierto orgullo dinástico, una mirada más indulgente sobre sí misma

SUCEDE de un tiempo a esta parte. Más o menos desde que se formó Gobierno y el PSOE regresó, a costa de un tumultuoso drama interior, a su tradición de partido sistémico. A lo largo del otoño la clase política ha ido recuperando una limitada satisfacción, una mirada más indulgente y menos remordida sobre sí misma. Casi un cierto orgullo de élite, dinástico, de casta. Mirando lo que ha sucedido alrededor, los desastres populistas, el trumpazo, el Brexit, ahora el descalabro italiano, la nomenclatura española comienza a sentirse de nuevo dueña de una estabilidad relativa. Como de superviviente de un naufragio que, al cabo de una angustiosa peripecia en la que lo ha perdido casi todo, se tienta los empapados jirones con el alivio de haber conservado la vida.

Ninguna fecha mejor que la de ayer, aniversario constitucional, para ese reagrupamiento corporativo en el que se hace visible, casi palpable, la sensación de autoestima. En ausencia del sector más problemático –Podemos y los soberanistas–, la recepción del Congreso se convirtió, sin intrusos rupturistas, en una especie de amplia reunión de familia, no exenta de recelos pero dominada por un sentimiento de fraternidad compartida. Al conjuro de un aire de consenso algo forzado, el constitucionalismo cerró filas con manifiesta complacencia retroactiva. No lo hicimos tan mal, parecían decir con la mirada y el gesto corporal los presentes, de nuevo contentos, tras años de zozobra y conflictos, de su propio papel protagonista. No hace mucho que recepciones como esta tenían que celebrarse en una semiclandestinidad de blindaje policial, jaulas de vallas, insultos y la vergonzante tensión de una cita casi a escondidas.

Existe un riesgo claro de suficiencia en este embrionario retorno a la normalidad, pero también es evidente que ha cambiado el clima. Los curiosos de la mañana festiva y prenavideña de Madrid trataban de hacerse selfies con diputados y dirigentes a los que pocos años atrás hubiesen querido escupir encima. Hablar de optimismo sería demasiado ambicioso y desde luego impreciso; persiste una objetiva preocupación y la calle mantiene su suspicacia antipolítica. Sin embargo ha aflojado la presión y las percepciones son distintas: al menos ahora flota entre los responsables públicos, aliviados de su reciente complejo de culpa, una leve brisa de positividad voluntarista.

El sistema ha comenzado a recuperar la confianza en sí mismo. Por primera vez en los últimos años, parece sentirse en condiciones de ofrecer respuestas, resultados siquiera mínimos. El paradigma nihilista de la nación destruida está dando paso a un incipiente relato reconstructivo. Todo está un poco cogido con alfileres, en precario, rodeado de la ansiedad de un momento efímero. Pero no deja de ser una esperanza que la política se sienta capaz de reconocerse sin mala conciencia en su propio lenguaje de signos.