Una satisfacción absoluta cuando el cuchillo de la desgracia se ha alejado de nuestra cabeza.
La alegría, aunque el porcentaje de votos que ha conseguido sea alto, de ver derrotada a la señora Marine Le Pen cuando, por primera vez, la posibilidad de su victoria no era tan descabellada.
La máscara de respetabilidad que se había recolocado…
Esas consignas del debate republicano que, para asegurarse su puesto, repitió a conciencia…
Esa ambición que tenía de ser la primera Folamour «iliberal» que realmente llegara a ostentar el poder en Europa Occidental…
Ese nuevo monstruo, que está empezando a echar dientes y cuyo lenguaje, amenazas xenófobas y, sobre todo, vacíos intelectuales estaba en proceso de formar parte de nuestro paisaje ideológico y de encontrar, después de los Erdogan, los Trump, los Orban, su encarnación francesa…
Todo eso ha fracasado.
No veremos la derogación de la ley de 1905, que nunca se repetirá lo suficiente que también sirve para proteger la libertad religiosa.
No veremos todo el islam metido en el saco del islamismo, ni la prohibición del velo en los espacios públicos, ni, a largo plazo, como la líder de la Agrupación Nacional había anunciado varias veces, la prohibición de la kipá.
No veremos la persecución de los musulmanes practicantes y, por tanto, el ostracismo y el avergonzamiento público de una décima parte de nuestra población.
Nos hemos librado de la destrucción de la unión francoalemana, de vivir un pulso permanente con Europa, de que Francia se convierta en un satélite en la órbita de un Putin, del que la señora Le Pen era plenipotenciaria.
Y esa es la gran noticia de esta pasada noche de domingo.
Pero aún queda la extrema derecha, con sus resultados históricos: está fuerte y permanecerá al acecho.
Pero aún queda, en el otro extremo del espectro ideológico, el señor Mélenchon con su germanofobia, sus obsesiones bolivarianas, su vertiente insumisa, a gusto con los dictadores. Aún queda también el error que cometió, tanto en Ucrania como en Siria, al no condenar claramente a Putin y jugar a la ruleta rusa con el destino de Europa.
Aún queda esa izquierda regresiva, reaccionaria y vetusta que encarna ese hombre, que apoyó con la boca pequeña al candidato-presidente y que será un lastre durante el tiempo que nos separa de las elecciones legislativas y e incluso después.
Aún quedan estudiantes que sueñan con vivir un Mayo del 68, pero que no han aprendido de sus mayores el gesto correcto que distingue al demócrata del fascista.
Aún quedan las señales de alerta de los chalecos amarillos, que quedaron en segundo plano durante los dos años de pandemia, pero que esperan el momento de reavivarse en las rotondas de las ciudades francesas.
Aún quedan también los indignos sufrimientos que sigue viviendo el país, así como el desarraigo que siente: esto no quedará abolido por una tirada de los dados electorales.
Y finalmente, aún queda la antipatía que ha perseguido al joven presidente durante cinco años, que no ha ayudado a generar la necesaria identificación del pueblo con su figura soberana en una monarquía republicana. Siempre he pensado que esta antipatía tenía menos que ver con su supuesta «arrogancia» que con una misteriosa y, sin duda, irreductible extrañeza.
Todo esto permanecerá.
Todo esto creará una situación política sin precedentes, sin un auténtico estado de gracia.
Y al nuevo, pero algo menos joven, presidente lo volverán a poner contra la pared, una pared dura, de manera inevitable.
Por lo tanto, estos cinco años de legislatura requerirán decisiones firmes.
Medidas económicas valientes, pero también de justicia económica.
Necesitamos redescubrir el vigor, la intensidad, el deseo de los primeros días, de hace cinco años, que bien podrían haber sido hace una eternidad.
Pero también necesitaremos, sin más demora, dos tipos de gestos. En primer lugar, hay que tender la mano a todos los que, de un modo u otro, han contribuido a la victoria: la semana pasada escribía que un voto antifascista o, si se prefiere, republicano, solo podía ser incondicional. Pero esto no impide, por supuesto, que ahora que se ha votado, llegue el momento de las condiciones, la negociación y las grandes coaliciones…
En segundo lugar, un regreso a la política, a la de verdad, la que no se confunde con la comunicación, ni con el billar a tres bandas, ni siquiera con lo que se llama «gobernanza». Ante la debacle de la política, ante la desconfianza sin precedentes que un pueblo casi destruido muestra hacia sus representantes, la izquierda ha tenido su parte de responsabilidad, con sus viejos bandos, su coreografía de ambiciones y su incapacidad de elegir claramente entre la cultura de Estado y la de la demagogia.
La derecha también ha sido responsable al no saber enunciar siempre en voz alta y clara, sin tácticas ni cálculos viles, su proyecto conservador, su estado civil republicano y los valores y principios cuya solidez le hubiera evitado tener que justificar constantemente sus relaciones con una extrema derecha que solo la quería muerta.
Pero el presidente Macron, aunque con demasiada frecuencia tendamos a echarle toda la culpa, no es ajeno a esta disolución, al César lo que es del César, y será él quien remendará la República, reinventará su rapsodia y dará una respuesta a la pulsión de muerte que parece morar en ella.
El desafío será conseguir que esa aventura llamada Francia siga teniendo un sentido, un deseo, una nobleza, una memoria y quizás, simple y llanamente, una lengua.