Ignacio Varela-El Confidencial

La política de apaciguamiento iniciada por Sánchez descansa sobre la ficción de que está en condiciones de lograr que el independentismo renuncie a separar Cataluña de España

Que el presidente del Gobierno de España se reúna con el de la Generalitat de Cataluña debería ser pura normalidad política, rutina institucional. Pero todos sabemos que en este caso no lo es.

Hoy, ambas partes están más interesadas en el continente —el hecho de la reunión, la imagen— que en el contenido. Puesto que no hay acuerdo posible sobre el fondo, la negociación previa ha versado sobre cómo se entra y cómo se sale de la entrevista, no sobre lo que sucede dentro. Podrían pasar el rato hablando de fútbol y daría igual.

Moncloa ha montado la ficción de presentar la reunión como una más en la ronda de encuentros con los presidentes autonómicos. Y Torra, la de vestirla como si fuera una cumbre entre los mandatarios de dos estados en conflicto. Se consienten mutuamente ritualizar el evento como a cada uno le convenga, porque lo que uno y otro desean es salvar la foto.

Moncloa ha montado la ficción de presentar la reunión como una más en la ronda de encuentros con los presidentes autonómicos

La política de apaciguamiento, desinflamación, distensión —o llámenla como quieran— iniciada por Sánchez descansa sobre la ficción de que este Gobierno está en condiciones de lograr que el independentismo renuncie a separar Cataluña de España. En paralelo, Torra vende a los suyos la ficción de que el Estado español finalmente accederá a reconocer la autodeterminación. La distensión conviene tácticamente a las dos partes, pero la divergencia sobre la solución final sigue siendo fatalmente insalvable.

Los independentistas no han dado ni darán la menor señal de aceptar, aunque sea como hipótesis, que un posible desenlace de este conflicto sea la permanencia de Cataluña en España. Su debate interno se parece al de los británicos: Brexit duro o Brexit blando. Desconexión abrupta y rápida (modelo Puigdemont) o indolora y gradual (modelo Junqueras). Por su parte, el Estado no acepta ni aceptará que la distensión pueda conducir a la autodeterminación. El debate en el campo constitucional consiste en fijar el límite de las reformas y concesiones asumibles para que Cataluña acepte seguir en España, único marco admisible.

Si Sánchez buscara realmente una solución de fondo, no habría disuelto la alianza constitucional con el PP y Ciudadanos. Sabe de sobra que avanzar por esa vía, además de la (inexistente) voluntad recíproca del interlocutor, requiere reformas en la arquitectura institucional que de ninguna forma saldrían adelante sin la implicación activa de todos los ámbitos del Estado, empezando por los partidos políticos. No es posible que se crea que puede desatascar el problema de Cataluña de la mano de Pablo Iglesias y en diálogo solitario de su Gobierno ultraminoritario con los independentistas.

La hojarasca del discurso de la distensión cubre una prioridad mucho más modesta: sostener a toda costa la mayoría parlamentaria que lo llevó al poder. No se sabe cuánta vida le queda a esta legislatura moribunda; pero mientras perviva, el Gobierno no puede permitirse que lo revuelquen en el Parlamento una semana tras otra. El escándalo del asalto a la televisión pública ha mostrado obscenamente las servidumbres del modelo; y a la vuelta de la esquina esperan faenas mucho más complicadas y trascendentes, como el techo de gasto.

Mantener a bordo a Podemos y a los nacionalismos, cueste lo que cueste y nos cueste lo que nos cueste. Esa es la consigna del momento. Pero es difícil pasar por alto el hecho de que más de la mitad de los diputados que componen esa mayoría no están comprometidos con la Constitución española. La realidad objetiva es que Sánchez necesita los votos de Torra y los suyos para sostenerse en el poder, pero Torra no necesita el apoyo socialista para gobernar en Cataluña. Esa asimetría marca toda la situación, incluida la reunión de hoy.

La debilidad congénita del Gobierno de Sánchez ha ayudado a los independentistas a cerrar momentáneamente su brecha estratégica. El objetivo final es el mismo para todos ellos: la desconexión. No discuten cómo quedarse en España, sino la vía más segura de irse. Y tras el fracaso del ‘procés’, todos admiten que para alcanzar la meta necesitan romper el empate en la sociedad catalana.

El bando de ERC y el PDeCAT (sector institucional) propone una estrategia de medio plazo, basada en el uso intensivo del poder autonómico y en la conquista gradual de parcelas de poder hasta crear una situación de hecho que haga caer la independencia como fruta madura. El otro bando, el de Puigdemont, Torra y la CUP, apuesta por sostener el desafío, buscando en el calentón del sentimiento antirrepresivo el momento emocional adecuado para volcar a su favor una mayoría electoral irrefutable.

Fracturado el frente constitucional y con un Gobierno precario que los necesita, pueden permitirse el lujo de arrancar concesiones

Lo que están descubriendo es que la situación política española les permite hacer las dos cosas a la vez. Fracturado el frente constitucional y con un Gobierno precario que los necesita para subsistir, pueden permitirse el lujo de ir arrancando toda clase de concesiones sin bajar el diapasón del discurso rupturista. Esa es la tarea que se ha encomendado a Torra.

El Gobierno de España no solo ha entregado al Govern catalán la custodia de sus correligionarios en prisión preventiva. También ha adelantado la voluntad de dejar caer todos los recursos competenciales que interpuso el Gobierno anterior. Se ha mostrado dispuesto a recuperar por la puerta de atrás las partes del Estatuto que se declararon inconstitucionales. Ha aplazado ‘sine die’ la financiación autonómica porque no puede entrar en la negociación del reparto entre 15 comunidades sin cerrar antes un acuerdo a dos sobre la porción catalana. Y no se da por enterado de las constantes provocaciones y ofensas de Torra al jefe del Estado. ¿Qué han entregado a cambio los independentistas? Hasta ahora, una foto… y una televisión.

Hay que releer la ‘Declaración de Barcelona’ que firmaron el PSOE y el PSC para conocer la hoja de ruta de las concesiones futuras, que incluyen desde lo simbólico (“reconocimiento de las aspiraciones nacionales de Cataluña”) hasta lo más material, en forma de inversiones millonarias.

Se equivocan el PP y Ciudadanos poniendo el foco sobre los supuestos pactos que permitieron a Sánchez ganar la moción de censura. El problema no es que necesitara el apoyo de los nacionalistas vascos y catalanes para alcanzar el poder, sino que lo sigue necesitando para mantenerse en él. No el precio que pagó por los votos de ayer, sino el que aún debe pagar por los de hoy.

Y todo por una foto, o por varias. Hasta que llegue el momento —que llegará— en que Torra proclame que Sánchez es igual que Rajoy y rompa la baraja. Mientras tanto, esta distensión sigue siendo unilateral.