IGNACIO CAMACHO-ABC
- La amnistía que Sánchez lleva bajo el brazo deslegitima la defensa constitucional ejercida por el Rey hace seis años
Un capricho del calendario va a poner hoy al Rey en el mal trago de recibir a un Sánchez resuelto a postularse como candidato. No por el hecho en sí, puesto que el presidente en funciones tiene derecho a intentar la investidura después de que la de Feijóo deviniese en fracaso; ni siquiera por la coincidencia con el aniversario del trascendental discurso con que la Corona salió al paso de la insurrección separatista contra el Estado, sino porque el aspirante acude a la ronda con una ley de amnistía para los golpistas bajo el brazo. Nadie sabe, ni tal vez sabrá, si el asunto formará parte de la conversación entre ambos o la sobrevolará en el marco formal de un mero encuentro protocolario. Lo que no resulta posible ignorar es que Felipe VI está al tanto, como la mayoría de los ciudadanos, de que el borrado penal de la sedición y del resto de delitos asociados es la condición primera y esencial, ‘sine qua non’, para que el jefe del Ejecutivo alcance el respaldo que le permita un nuevo mandato. Y ese ‘detalle’ envuelve la reunión en un clima decididamente antipático. Porque el proyecto desborda el marco jurídico vigente, rompe el pacto de convivencia y representa una deslegitimación completa del orden constitucional en cuya defensa intervino el monarca hace seis años, y porque de llevarse a cabo lo pondría en la humillante tesitura de firmarlo para no violar su neutralidad contraviniendo un acuerdo parlamentario.
Esa voluntad vejatoria y de desquite está desde luego en el ánimo de los independentistas, que sueñan con ella desde el día en que la revuelta y sus autores fueron encausados por la justicia, pero si se produce será responsabilidad del Partido Socialista. Sánchez sabe que en caso de autorizarla –la hipótesis es retórica: ya se está redactando bajo supervisión gubernativa– habrá promovido una agresión contra la monarquía, cuya autoridad moral y simbólica, la única que tiene de facto, quedará malherida. Si hoy no informa al Rey de sus planes concretos cometerá al mismo tiempo un acto de deslealtad y otro de hipocresía, y si lo hace generará una insólita situación de tensión institucional entre un primer ministro dispuesto a descerrajar la Constitución y un jefe de Estado en la obligación imperativa de cumplirla. Sin prejuzgar ni prefigurar una decisión real que aunque no está regulada con una fórmula exacta sí dispone de pautas consuetudinarias claras, hay que convenir que las circunstancias de la cita en Zarzuela discurren sobre un fondo de anomalía dramática. Es menester remontarse al convulso siglo XIX, el de las eternas intrigas, para encontrar coyunturas análogas, y no se trata de precedentes inspiradores de confianza. Entonces a esta clase de revanchas se las conocía con el significativo y odioso nombre de ‘trágalas’. Esta vez Sánchez juega con la ventaja de que a su anfitrión sí le importa la estabilidad de España.