DAVID LEMA-EL MUNDO

SANTOS JULIÁ. Catedrático de obligada consulta para cualquier fascinado por la historia política y social de España en el siglo XX, autoridad sobre la Guerra Civil y la Transición, su obra ‘Historias de las dos Españas’ fue merecedora del Premio Nacional de Historia.

Santos Juliá (Ferrol, 1940) cuenta en su haber con un valioso y escaso activo: el consenso general en el mundo académico de asociar su nombre a un tratamiento canónico de temas de suma delicadeza como son la Guerra Civil, las víctimas de la contienda y de la represión, el franquismo o la forja de la Transición. El recopilatorio Hoy no es ayer, Historia de las dos Españas, El franquismo, Memoriade la guerra y del franquismo, Víctimas de la Guerra Civil o Transición: historia política y social de España en el siglo XX son algunos de los títulos nacidos de su pluma o que ha coordinado, y que dan prueba de sus conocimientos e investigaciones, además de cientos de artículos en prensa escrita y revistas. Manuel Azaña es otro de sus grandes objetos de estudio. Riguroso analista de los testigos intelectuales desde la revolución liberal hasta la generación de 1956, considera que hoy dicha figura se ha transformado: «Antes el intelectual estaba rodeado de un aura de sacralidad». Pero se ha perdido debido, esencialmente, a que el público ha ido elevando su nivel cultural y educativo: «Se ha democratizado», sostiene. Ahora se trata como tal a quien contribuye al debate público, por lo que «la altura de éste dependerá de la calidad de las élites intelectuales».

Pregunta.– Definió la Transición como un periodo de «años de negociación y de aciertos, de luchar, aprender y pactar». Y añadió que, «como siempre en la historia, el futuro de lo construido habría de depender de la administración que se hiciera de tal herencia». ¿Cómo se ha gestionado?

Respuesta– La Transición, en el sentido de paso pacífico de una dictadura a una democracia, fue un logro. Aunque lo de pacífico hay que tomarlo como un grano de sal porque hubo mucha violencia. Pero lo que ocurrió después dependió de cómo quedaron las fuerzas políticas que se hicieron cargo de la conclusión de la política posterior. No puede ser atribuido a la Transición. Lo contrario es un pensamiento muy católico: las cosas van mal porque hubo un pecado original. Por ejemplo: nadie está determinado a montar la financiación de los partidos sobre sistemas corruptos, como hizo el PSOE, el PP y como se hizo de manera sistémica en Cataluña. ¿Qué tiene que ver con eso la Transición? Los procesos políticos no son mimbres que constriñen el futuro. De hecho, lo que caracteriza a la Transición es que dejó muy abierta la posibilidad de desarrollo de la construcción del Estado. Nunca se está determinado por el pasado. Al igual que nunca se puede decir que lo que hacemos ahora es por culpa del franquismo.

P.– ¿Cómo una generación política que carece de memoria personal de la Guerra Civil puede personificar tan vivamente el mito de las dos Españas?

P.– ¿Qué es la memoria? Porque en el momento en el que los discursos sobre el pasado forman parte de la acción política, entonces no estamos ante la memoria. Estamos ante un uso político, abusivo del pasado.

P.–¿Cuándo se hace un uso político del pasado?

R.–Cada vez que alguien debate sobre si Franco tiene que salir o no del Valle de los Caídos.

P.–¿Tanto quien aboga por la exhumación como quien se opone a ella?

R.– Evidentemente, evidentemente. Cuando se toma una determinación política sobre el pasado, se analiza qué efectos tendrá para el partido, para la gente que le vota, en la relación con el resto de los partidos… Eso no es la memoria. Es política. Si se quiere modificar lo que el pasado ha dejado, estás en tu derecho de hacerlo si cumples las leyes. ¿Qué es lo que se pretende? El Gobierno actual defendía la resignificación del Valle de los Caídos. Ahora dice que hay que hacer un cementerio civil. Eso es un cambio. ¿Ha cambiado la memoria? No, la memoria es la misma. Cambia el uso que voy a hacer de ella. En mi opinión, se tendría que llegar a un acuerdo para erigir un memorial de las guerras civiles que han escindido a la sociedad española durante más de un siglo.

P.–¿En el Valle de los Caídos?

R.–No, no. Ése es un memorial de la cruzada. Y eso no tiene resignificación posible.

P.–¿No es un recordatorio de la guerra como fuente de legitimación de los vencedores?

R.–Nunca dudaron de su legitimación. Los vencedores no dudan de ello. Pero, más allá de eso, el monumento es una celebración del triunfo de la cruzada. No es un monumento fascista. El fascismo convierte en símbolo sagrado su propio signo. Éste es un monumento católico. Y el triunfo de la cruzada está representado en una basílica coronada por una enorme cruz. Por eso no puedes resignificarlo, porque no significa otra cosa. Si lo que se pretende es recordar que se ha superado una situación de escisión se tiene que hacer lo que don Juan Negrín dijo en uno de sus últimos discursos como presidente del Gobierno de la República en la guerra: que los hombres de Estado se ocupen de que «en las estelas funerarias de cada pueblo figuren hermanados los nombres de las víctimas de la lucha».

P.–¿Pero sabemos dónde…?

R.–Lo sabemos todo. Esto no lo diría hace 25 años. Pero hoy está todo publicado. Hay muchos libros con los nombres y los lugares donde están los que sufrieron una muerte violenta. Ése que tiene (Víctimas de la Guerra Civil) es de 1999 y da unas cifras que, aunque orientativas, ya se han actualizado. Porque la investigación sigue. Nada se ha silenciado. La idea que deberían cultivar es la de Negrín y el memorial. Estelas funerarias en los pueblos… Un memorial que no celebre nada sino que recuerde todo.

P.–¿Y la tumba del dictador?

R.–La tumba tiene que desplazarse. Eso está claro. Porque ése es un lugar de culto. Y la Iglesia Católica debería ser quien tomase la iniciativa. Porque fue parte de la Guerra Civil. Una parte particularmente cruel, porque el hecho de definirla como cruzada significa que al infiel lo llevas a la hoguera. Las cruzadas acaban en el exterminio. Esa idea de cruzada tan destructora de la sociedad es lo que hoy debería obligarles a reparar. La Iglesia también sufrió una hecatombe, sin duda, en el sentido griego del término: una gran matanza.

P.–Historiadores como Julius Ruiz apuntan que «las investigaciones realizadas en serio sobre la violencia anticlerical no empezarían hasta los años 90».

R.–Me sorprende que diga eso. Es un excelente investigador de la represión de la violencia ejercida y de los consejos de guerra. El libro clásico de la matanza de clérigos está publicado en los años 60. [La tesis del arzobispo Antonio Montero Moreno, Historia de la persecución religiosa en España, 1961].

P.–¿Es el PP un partido heredero del franquismo?

R.–En la dictadura no había partidos. Y desde el momento en el que un partido político se crea en la democracia y actúa de acuerdo con la Constitución –y el PP nunca se ha salido de ella–, es tan demócrata como cualquier otro. Sí, es un partido conservador, pero no se le puede expulsar del juego político diciendo que es heredero del franquismo. Eso viene del «no pasarán» que reutilizaron los socialistas en aquellas elecciones que perdieron a modo «vienen los franquistas otra vez».

P.–Muy optimista fue usted cuando analizó en 2002 la condena del franquismo por parte del Congreso… [«se cerró la política de la memoria encaminada a utilizar la guerra civil y la dictadura como arma de las luchas políticas del presente», escribió al hilo].

R.–Quisieron cerrarla. Pero también pensaban que lo hacían con la amnistía.

P.–¿Por qué algunos sectores señalan la amnistía como la razón de que no se haya hecho «Justicia»?

R.–Hay que distinguir la amnistía de las políticas de reparación, que se iniciaron justo después, con cierta reparación económica y a la vez moral. ¿Qué es lo que no se emprendió? Una política de Estado de reparación sobre el tema más grave: los enterrados en fosas comunes de manera ilegal tras ser matados de manera ilegítima, por asesinato directo o consejos de guerra inicuos. La Justicia al revés. En 2003, un informe del Defensor del Pueblo Enrique Múgica ya abogó por la necesidad de una política de Estado, que consiste simplemente en que se cumpla la ley de enterramientos. Usted, Estado, está obligado a mandar un juez y un forense al lugar en el que está ese enterramiento.

P.–¿Se necesita una comisión de la verdad?

R.–Las comisiones de la verdad se crean para conducir a una amnistía, para que no se cierre un periodo de muertes sin que se sepa lo que pasó. Aquí ese efecto se consiguió sin ninguna comisión de la verdad porque fueron los protagonistas, los que habían estado en la guerra, quienes lo hicieron. Si no se supiera nada tras la amnistía y nadie hubiera investigado… Pero el cúmulo de investigaciones es tal que no tiene sentido una comisión de la verdad. Diferente es que todo el mundo sea consciente de que se puede saber. Y si de lo que se trata no es de establecer qué pasó si no de, a partir de lo que pasó, elaborar un relato verdadero único sobre lo ocurrido, eso no sólo es imposible, sino indeseable.

P.–El legislador impone una memoria colectiva…

R.–Exacto. Una democracia no establece sobre el pasado una verdad, sino que crea un espacio en el que lo que uno vaya descubriendo pueda ser constatado con lo que han hecho otros. La democracia no legisla una verdad sobre el pasado: garantiza que aquel que tiene su propia narración tenga derecho a plantearla en el debate público.

P.–Usted escribió: «No ha sido La Moncloa la que ha triunfado frente al separatismo. Ha sido el Estado el que ha logrado encauzar la situación sin recurrir a la violencia». ¿No hubo violencia en septiembre y en octubre del pasado año en Cataluña?

R.–Violencia es una palabra muy amplia. Indudablemente violencia sufren quienes se encuentran escrachados. Aquí nos referimos a la violencia física. Lo que ocurrió fue un pronunciamiento. Ellos se pronuncian por la independencia o por la república. Una declaración que, hasta cierto punto, pensarían que era performativa. Pero no. A eso me refiero cuando digo que tropiezan con el Estado. El Parlament es un poder del Estado y si como tal poder tomas una determinación, te pronuncias contra…

P.–¿…Habla de un golpe de Estado?

R.–No. Digo pronunciamiento en el sentido literal, un pronunciamiento civil, no militar. Cierto que se parecen en la escenografía: alguien con poder derivado del Estado se pronuncia contra el Estado.

P.–¿Por qué consideró «dramática» la decisión del tribunal alemán de Schleswig-Holstein?

R.–Creo que se excedió en sus funciones, que no consistían en definir el delito cometido sino en dilucidar si ese delito tiene equivalente en el rango de delitos del propio Estado. [Pausa] Se deberían haber tomado medidas cautelares muy diferentes. El juez nunca debería haber metido en la cárcel preventivamente a los independentistas. O por lo menos no como consecuencia de algo que deriva de que hay peligro de que escapen. Los efectos de ese acto distorsionan tanto el proceso político… Al estar en la cárcel se alimenta lo mismo que los ha llevado a haber violentado la Constitución. Además de determinar el resultado de unas elecciones o un proceso político… El juez debería haber equilibrado más la ética de los principios y la ética de la responsabilidad. Eso no quiere decir que no hayan cometido uno o varios delitos y tengan que ser juzgados por ello.

P.–¿Alguien ha pensado un fin para el conflicto?

R.–Políticamente no. No los veo abriendo un camino para encontrar una vía de solución. Lo que sí hay y debería ser estimado es un amplio acuerdo entre constitucionalistas y un amplio acuerdo social sobre la necesidad de reformar la Constitución. Y debe ser una reforma en la que intervengan lo que los teóricos llaman fragmentos de Estado –que ya no es el que hizo la Constitución–: los partidos, las CCAA, etc. El Título VIII ha dado todos los frutos que de él se podían esperar. Y pide a voces una reforma. Esa reforma nos introduciría en un debate inicial y a partir de él se debe llegar a acuerdos que, por ejemplo, permitan la reforma de los estatutos de autonomía. Pero claro, ahora no existe la posibilidad de un acuerdo de amplio alcance porque este Gobierno no es producto de unas elecciones. Este año hemos tenido prácticamente un Ejecutivo en funciones, interino. Para acometer tal camino tendríamos que volver al funcionamiento digamos habitual de las formaciones de Gobierno.

P.–¿A quién pertenece la Mezquita de Córdoba?

R.–El Estado tiene necesariamente que replantearse sus relaciones con la Iglesia.Elconcordato de Estado católico ya no rige. Y los acuerdos por los que fue sustituido ya han dado de sí. Hay que replantear la cuestión de la financiación de la Iglesia. Y, algo mucho más importante, replantearse que los centros públicos tengan enseñanza religiosa. Hay que replantearlo todo y, entre otras cosas, está esta iniciativa contra quienes han declarado como patrimonio eclesial lo que es patrimonio del Estado. Esto hay que clausurarlo. ¡Por supuesto que no es patrimonio de la Iglesia! ¡Por supuesto que es patrimonio del Estado! Y otra cosa, ahí hay culto católico y mezquita…

P.–Está inmatriculada legalmente por la Iglesia…

R.–Pues anúlala. Esas inmatriculaciones hay que… Eso tendrá que resolverlo un tribunal. Porque si han inmatriculado de acuerdo con la ley, con una ley que le permitía inmatricular aquello que bienquisieran, entonces… va a ser un proceso costoso, porque éste es un Estado de derecho. Por lo que habrá que plantear el procedimiento legal necesario para que esas inmatriculaciones se den como caducas… o nulas, más bien. Y todo lo que se anula, es que no ha existido, a pesar de que haya tenido efectos en algún momento. Además, que se inmatricula en base a una interpretación de la ley que la Iglesia ha tomado.

Doctor en Sociología, es profesor emérito de la UNED, donde dirigió su Departamento de Historia Social y del Pensamiento Político. Ha impartido clases y conferencias en universidades europeas y americanas.