El Correo-J. M. RUIZ SOROA

Los expedientes sancionadores instruidos por retirar lazos amarillos del mobiliario público es el asunto más trascendente e hiriente de los que ha planteado y planteará el proceso catalán

El asunto de los expedientes sancionadores instruidos por la Policía catalana contra los ciudadanos que se han atrevido a retirar los lazos amarillos instalados por los independentistas sobre el mobiliario público urbano puede pasar como una cuestión menor, como una más de tantas incidencias producidas en esos escarceos secesionistas en que lleva años sumida la Generalitat. Puede incluso opinarse que se trata de una nimia cuestión jurídica, un punto de interpretación sobre lo que es exactamente el patrimonio público y su protección ante actos de los particulares. Así parece querer tratarla el Gobierno de España, con esa sibilina y socorrida posición adoptada por la fiscal general al declarar que poner lazos amarillos no es delito, pero quitarlos tampoco.

Creo que, muy por el contrario, estamos probablemente ante el asunto más trascendente e hiriente de los que ha planteado y planteará el proceso catalán. Lo diré directa y descarnadamente: estamos ante un caso en que el Gobierno de una comunidad autónoma ha optado por expulsar a una parte de la ciudadanía del ámbito público; y la expulsa de una forma coactiva y sancionadora, recurriendo a la fuerza pública para imponer esa exclusión. El Gobierno de esa comunidad está violando los derechos a la libre expresión y al libre uso del espacio público de la parte más activamente antiindependentista o unionista de su ciudadanía, cuya legitimidad para expresarse es tan obvia como la de sus oponentes. Y el hecho de que un Gobierno imponga a sus ciudadanos manu militari una restricción significativa en sus derechos de ciudadanía es la infracción más grave de la Constitución que cabe. Más incluso que intentar por la vía de los hechos consumados llevar a cabo la secesión de una región y la ruptura de la unidad nacional. Porque estos intentos violentan la ordenación constitucional en puntos que al final son contingentes, opinables y reformables, pero restringir violentamente (y los expedientes gubernativos son violencia por muy externamente legales que sean) los derechos democráticos de la ciudadanía es algo que atenta a valores y principios básicos de la democracia misma, es algo de una gravedad inaudita.

Expulsar al adversario del espacio público, adueñarse por completo de la voz y la presencia en el ámbito común, ocupar la totalidad de la esfera pública con la idea sectaria y particular de cada cual, todo ello ha sido la tentación permanente de los movimientos o partidos políticos de inspiración populista, autoritaria o semitotalitaria. Al adversario hay que reducirlo a la privacidad, a la esfera íntima, la calle es del pueblo y sus representantes. Lo escuchamos repetidamente en el País Vasco hace años, y vimos cómo los de Batasuna se revolvían indignados y rabiosos contra unos pequeños grupos de valientes que pretendían usar también el espacio público para proclamar su pacifismo y su condena de la violencia. Lo hemos visto, por mucho que sin el agravante de la violencia, en tantas y tantas actitudes que proliferan desde hace años en Cataluña, donde ni siquiera en la Universidad se tolera al disidente. Allí, al grito de «fascista», se expulsa mediante el pataleo a cualquiera discorde con el canon nacionalista-victimista. Y casi todo el mundo calla.

Pues bien, que ese autodenominado «pueblo» ocupase en exclusiva las calles, la televisión y las aulas era grave, desde luego, y era algo que merecía una condena tajante como comportamiento antidemocrático, sectario y totalitario. Pero el hecho de que la Autoridad Pública (y lo pongo con mayúscula para subrayar su trascendencia) pase de contemplar lo que sucede con una fingida equidistancia a tomar deliberadamente partido por los excluyentes eso es de una gravedad infinitamente mayor. Porque significa que es esa misma Autoridad Pública la que ha comenzado a cercenar los derechos a expresarse y manifestarse de parte de su ciudadanía. Y que lo está haciendo a las claras, no con grupos parapoliciales, sino usando de la policía reglamentaria, esa que existe precisamente para garantizar los derechos ciudadanos.

Naturalmente, todos sabemos que al final de esos expedientes gubernativos sancionadores recaerá una resolución judicial de nulidad si son recurridos, pero ese es consuelo tardío para los derechos ahora violados. Es ahora, allí y ahora, donde los derechos de unos ciudadanos a mostrar que no están de acuerdo con las ideas de otros, los derechos a que el espacio público sea neutral y abierto a todos, están siendo reprimidos por un Gobierno sujeto sin embargo a la Constitución. El mero hecho de que se identifique policialmente a las personas y se inicien y tramiten expedientes sancionadores es una forma de represión.

La tentación del Gobierno de España es la de mirar para otro lado, la de remitirse al plano de la legalidad ordinaria, la de fiarlo todo al futuro juicio de los magistrados que conozcan de los recursos contra las sanciones, la de no enquistarse el favor del Gobierno represor, la de mirar ante todo a los votos de apoyo para las cuentas. Se equivocará, y se equivocará en algo de una gravedad sin precedentes, porque estará tolerando que en España (todavía) un poder público utilice sus poderes y prerrogativas para privar a los ciudadanos de parte de su derecho y de su espacio. Y precisamente para que eso no pudiera nunca más ocurrir, precisamente para eso, ante todo y sobre todo, se hizo la Constitución de 1978.