El Correo-ANTONIO RIVERA

Si Sánchez logra algo sobre Cataluña lo tendrá para presentar como avance; si la obstinación del contrario le fuerza a suspender la legislatura, lo hará como muestra de responsabilidad

La relación del Estado con los nacionalismos periféricos se asemeja en las últimas décadas en nuestro país a una pareja desigual donde solo uno de los individuos tiene el control del mando a distancia del televisor. El primero necesitaría llegar a una estación terminal para alcanzar cierto acomodo, mientras la naturaleza de los segundos viene guiada por un insaciable más allá. Semejante relación se aprecia bien en lo acontecido en el último año en Cataluña. Han pasado muchas cosas en la política de esa región desde los terribles atentados del pasado verano en La Rambla y Cambrils, pero todos los movimientos han sido iniciativa de una sola de las partes: el secesionismo organizado en el llamado ‘procés’.

Sin embargo, desde que en el mes de junio Pedro Sánchez sustituyó a Mariano Rajoy al frente del Gobierno español, el escenario y la disposición de los agentes han cambiado algo y, sobre todo, podrían cambiar más. De partida, es otra la actitud del Ejecutivo. La manera de hacer de Rajoy –y la crisis catalana no fue excepción– se soportaba en el siempre ventajoso dominio del tiempo por parte del Gobierno central y en transferir su responsabilidad al aparato del Estado al establecer un límite infranqueable para las posibilidades de la política. Con ese argumento casi todo empezaba y acababa en la acción del Poder Judicial o, en su extremo, en la del Estado enfrentando situaciones de abierta ilegalidad (por ejemlo, la intervención policial el pasado 1 de octubre para impedir el referéndum). Al contrario, Pedro Sánchez pretende no seguir judicializando el asunto –se supone que en la medida de sus posibilidades, jurisdicción y actitud del oponente– y devolver la crisis al terreno de la política. A la vez, maneja un tiempo finito, pero de nuevo ventajoso. Si logra algo en su corta legislatura lo tendrá para presentar como avance; si la obstinación del contrario le fuerza a suspenderla, también lo presentará como muestra de responsabilidad.

Enfrente, Carles Puigdemont y su ‘hombre en el interior’, Quim Torra, han optado por la estrategia de la tensión, asumiendo desde las instituciones un papel que se suele reservar a los partidos políticos. Es ello un síntoma de que ven el proceso en su final, en condiciones de forzar el cambio definitivo. Igual que la tendencia caudillista que todo ha adquirido –con un reciente movimiento en la operación Crida–, que incomoda a partidos como Esquerra Republicana, consciente de las vueltas que da la Historia. La radicalidad de la estrategia secesionista es bien vista por sus adeptos, pero aleja de nuevo el ‘procés’ de dos factores determinantes: la presencia de la otra mitad de catalanes, cada vez más obviados por sus instituciones independentistas y cada vez más ajenos a ellas, y la legitimidad ante los organismos internacionales, empezando por la Unión Europea. Diríase que la unilateralidad pretende prescindir también de la realidad que se le enfrenta y que no tiene empacho en contraponerse a las lógicas de su propia ciudadanía o del espacio político que le tendría que dar acogida en el supuesto de prosperar su empeño.

El escenario, entonces, concede alguna posibilidad a la disposición conciliadora del presidente Sánchez. Su talante encuentra el respaldo de la opinión pública; lo contrario sería optar ya por la muerte en lugar de por el susto, por la confrontación abierta e insensata. Pero su estrategia pretende una conjunción astral, aunque imaginable desde la política: entablar un diálogo múltiple en España y en Cataluña, y modificar consensuadamente tanto el esquema territorial constitucional como el contenido del Estatut, acomodado a esas nuevas posibilidades. De salir algo de lo uno y lo otro, todos ejerceríamos nuestro derecho a decidir para ratificar esos cambios: primero todos los españoles en lo que afecta al conjunto de España; luego solo los catalanes en lo que afecta solo a Cataluña.

El esquema es cartesiano e inapelable: si se pretende una solución política, no hay otra que esa. El problema es que la realidad no conoce de idealismos, ni siquiera cuando ésta es tan dramática que no cabe sino darle una oportunidad a la magia de la razón. Puigdemont sabe que tiene en sus manos el interruptor de la legislatura: de atisbarse una solución a través de esta intrincada fórmula podría optar por ser coherente con la política extremista y de ruptura que ha elegido desde hace meses. En las derechas españolas el presidente no encuentra tampoco cómplices. Una, montaraz en este asunto, depende para su existencia partidaria de la pervivencia de la crisis catalana o de su resolución abrupta; la otra habría intentado algo parecido a esto que se explica, pero es que ahora quien lo prueba es el contrario a batir.

Y, sin embargo, no hay muchas más posibilidades. El tiempo echa a perder todo lo que estaba mal. La acción inexorable del Estado nos conduce a momentos que exacerbarán las pasiones, se sentencie lo que se sentencie. Los actores, individuales o colectivos, estarán cada vez más presos de una fatalidad que ellos mismos han construido, por activa o por pasiva. Y la política quedará para mejor ocasión, que es exactamente lo que ha estado pasando en Cataluña –y en España en relación al tema– durante el último año.