Javier Zarzalejos-El Correo

  • Una reforma de la ley fundamental no puede acabar con el sujeto constituyente, una secesión no sería una apacible modificación sino un supuesto de destrucción

La Constitución ha cumplido 45 años. En un país con historia constitucional accidentada como España, este aniversario debería marcar un logro digno de celebrarse. Sin embargo, la conmemoración se encuentra envuelta en una nube sombría de polarización y ruptura de consensos, con el secesionismo irrumpiendo en escena para hacer problemático un éxito colectivo con el apoyo de la izquierda a cambio de poder.

Lo cierto es que las preocupaciones que albergan los españoles sobre su Constitución parecen menores. Recientes encuestas hablan de que la mayoría verían bien la equiparación del varón y la mujer en la sucesión de la Corona, una cuestión resuelta de hecho al menos para una generación. Más sorprendente aún: abundan los que se muestran partidarios de una reforma para hacer del Senado «una verdadera Cámara de representación territorial». Hay también quienes creen que debería introducirse el derecho de autodeterminación de las comunidades autónomas, pero los hay en igual número que desearían que España volviera a ser un Estado centralizado sin autonomías. Vaya lo uno por lo otro. Predomina la satisfacción con una norma que ha procurado libertades, derechos fundamentales, independencia judicial, elecciones, descentralización política y administrativa, reconocimiento identitario, alternancia de gobierno, incorporación plena al proyecto de integración europea, debate público y superación de los problemas estructurales de nuestro constitucionalismo contemporáneo salvo el territorial.

No se puede ocultar, sin embargo, que la dinámica política de España, marcada por el pacto de hierro entre la izquierda y un nacionalismo cada vez más agresivo que llega a la intentona secesionista de octubre de 2017, ha sacado a la Constitución del carril que le daba estabilidad; es decir, del entendimiento fundamental entre los dos principales partidos: PP y PSOE. Este extravío presenta varias manifestaciones.

En primer lugar, la izquierda ha concedido a los nacionalismos más radicalizados la capacidad para decidir sobre la calidad de nuestra democracia. Parece que la prueba del nueve de la Constitución es su desarticulación para acceder a las pretensiones rupturistas del nacionalismo y de sus élites políticas extractivas frente a la inmensa mayoría de los ciudadanos.

El desapego de la izquierda hacia la Constitución y hacia un proceso constituyente que retrospectivamente presenta como deficitario en términos democráticos, impugnando la idea misma del consenso constitucional, ha hecho que a través de las leyes de Memoria se quiera insertar una legitimidad alternativa a la de 1978, elaborada sobre la idealización de la experiencia republicana y el papel de la izquierda en ella. Hablamos, en palabras de Josu de Miguel refiriéndose a las disposiciones contra el fascismo de la Constitución italiana, de una «revisión normativa del pasado» para ir hacia un tipo de «constitucionalismo memorialista más aversivo que aspiracional, en el sentido de que quizá busca confrontarse más con la historia que con el futuro», una orientación que puede tener cabida en una coyuntura como la italiana de la posguerra, pero que carece de justificación cuando se trata de continuar un acuerdo de reconciliación nacional como el que marcó la Transición democrática en España.

Un tercer factor es la insistencia en el carácter íntegramente revisable de la Constitución sin reconocer límite material alguno. El Tribunal Constitucional ha insistido en el carácter no militante de la Constitución, teóricamente abierta a cualquier modificación con la única condición de respetar los cauces formales para ello. Este «indiferentismo constitucional», en expresión de Javier Tajadura, llevado al extremo tiene un efecto deslegitimador de la Constitución que es expresión de valores sustantivos de la democracia. Por otra parte, si lo que se quiere subrayar con ello es que los nacionalistas pueden perseguir sus objetivos de independencia respetando los procedimientos, la intentona secesionista catalana muestra hasta qué punto ese valor de la Constitución no es reconocido en un discurso que sigue motejando la norma fundamental como una «cárcel de pueblos».

¿Aceptaríamos que con tal de seguirse los procedimientos se restableciera la pena de muerte, la segregación racial en escuelas e instalaciones públicas o derechos civiles distintos para hombres y mujeres? De la misma manera, una reforma de la Constitución no puede acabar con el sujeto constituyente, de modo que una eventual secesión de un territorio no sería una apacible modificación constitucional sino un supuesto de destrucción constitucional porque destruiría aquello en lo que la Constitución se fundamenta. De modo que sí, Constitución abierta, pero democracia militante.