Nos dejaron muy lejos de Europa, y seguimos muy lejos cuando nuestras obsesiones son si somos vascos vascos, vascos a medias, o malos vascos. ¿Cómo vamos a ser europeos si no sabemos lo que somos? Nos acordamos de Europa cuando truena, pero vivimos volcados en el localismo, aunque disfrazados con ropajes progresistas. Frente a la globalización, terruño.
Hace sesenta años en Sainte-Mêre-Eglise, un pueblecito de la Normandía francesa, un soldadito americano fue tirado en paracaídas y tuvo la mala suerte de quedarse enganchando en la torre de la iglesia. Se hizo el muerto, pudo ver cómo los alemanes cazaban al vuelo a sus compañeros, se quedó temporalmente sordo porque las campanas de la torre no dejaron de repicar, pero su espera tuvo su premio y al día siguiente, con la entrada de sus compañeros, pudo ser bajado milagrosamente vivo. De allí avanzaron hacia París; luego vendría la liberación de Bélgica y Holanda hasta la derrota total, un año después, de los nazis.
Nosotros tuvimos que esperar mucho tiempo más. Los aliados no vinieron a liberarnos, muchas esperanzas se frustraron, la guerra fría frente al bloque comunista sustituyó inmediatamente la guerra con el Tercer Reich, y Franco, que había padecido algunas presiones de camaradas militares para que se retirara y diera paso a la restauración monárquica vio premiada su ególatra testarudez y recibió el respaldo de los liberadores de Europa. Eisenhower, el mismo que mandó el desembarco de Normandía, vino a España en 1956 después de que firmara con España un convenio de colaboración. En ese momento los propagandistas del régimen le empezaron a llamar a Franco «el Centinela de Occidente» (el respaldo que necesitaba) y hasta que le llegó su hora en 1975 tuvimos que esperar, pobres, frustrados, con el luctuoso broche de cinco fusilados ese mismo año, en la guerra más larga, porque la victoria fascista la hicieron durar cuarenta años.
Nos reímos de nuestras penas con la película de Berlanga Bienvenido mister Marshall, soñando en que al menos los rusos no nos abandonarían, y cuando llegaron fue para jugar un partido de fútbol en el Bernabeu. Sólo nos consolamos un poco, muy poco, cuando vimos ondear la bandera roja con la hoz y el martillo en El Pardo, cuando Gorbachov lo usó como residencia en una visita días antes de que desapareciese la URSS a causa de la política del actor secundario Ronald Reagan, que muere precisamente en este sesenta aniversario. Nos la tuvimos que apañar, con cierta envidia, nosotros solos. Y eso que un porcentaje muy alto del maquis francés estuvo compuesto por republicanos españoles. Solos hasta que Dios se lo llevó y pudimos poco a poco darnos una convivencia pactada y acordada que nos ha durado, para ser en paz y libertad, mucho tiempo; la vez que más tiempo. No le debemos mucho a los americanos, por eso nos metimos en Europa, en su dinámica; no para asegurarnos de que, si alguna vez nos llevamos mal, vengan a liberarnos, no, sino en la utópica esperanza de que Europa sea una entidad política sin tutela yanqui, a pesar de que la gran mayoría de los países europeos tienen tropas en Irak y que su surgimiento actual nace unos años después en Roma porque los americanos la liberaron.
Pero lo nuestro no es alta política, ni mirar al futuro tras recordar el pasado: lo nuestro es armarla por las selecciones de fútbol, que es todo un avance, porque antes la tomábamos con los frailes y monjas y quemábamos conventos, o los otros asaltaban trenes creyéndolos encarnaciones demoníacas. Lo nuestro son problemas serios, las selecciones autonómicas, a pesar de que el seleccionador de fútbol sea del Athletic y el presidente del Gobierno del Barça, y selección nacional significa eso.
Nos dejaron muy lejos de Europa, y seguimos muy lejos cuando nuestras obsesiones son si somos vascos vascos, vascos a medias, o malos vascos, y a los candidatos a las europeas de los dos grandes partidos se les cataloga por ser mal vasco, en un caso, y mal catalán en el otro. ¿Cómo vamos a ser europeos si no sabemos lo que somos? Nos acordamos de Europa cuando truena, como de Santa Bárbara, pero vivimos volcados en el localismo como si de una maldición de Cánovas se tratara, aunque disfrazados con ropajes progresistas que no soportan cualquier reto de la actualidad por limitado que sea. Frente a la globalización, terruño.
Viven ellos el mito de la liberación y el mito del nacimiento de una unidad europea bajo el Tratado de Roma, mientras a nosotros sólo nos queda Brunete y Belchite. Lo nuestro es rehacer y rehacer los pactos autonómicos; y menos mal, algo hemos avanzado, aunque Europa siga siendo una costa lejana.
Eduardo Uriarte Romero, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 10/6/2004